Pobres

Juan Tomás Frutos

 

Pasan a nuestro lado, a menudo con el honor de quienes saben que lo más importante en la vida no es tener, sino ser, pero también es cierto que la crisis los ha golpeado tanto que no siempre saben dónde están y lo que son. Les faltan motivaciones, pues todos los días se presentan grises, llueva o no. El sistema los ha dejado de lado, o eso parece. El café, que decía Juan Luis Guerra, no cae del cielo, pese a su insistente deseo de que así fuera, pero tampoco se precipitan otros productos que probablemente son mucho más necesarios. Falta el trabajo, falta el pan, falta la ilusión, y, aunque en cierta medida llegan, no son suficientes para aguantar hasta final de mes, al que uno llega un poco apretado de cinturón y de más circunstancias.
Están ahí, se mueven por doquier, unas veces más reconocibles y otras lo son menos. Salen de supermercados con una compra reducida, o incluso sin ella, miran y ven las fantasías de un universo venido a menos. Callan más que otras personas, aunque deberían gritar más, pues sus necesidades son más perentorias. El silencio los envuelve.
Son los últimos, los pobres, los que no llegan al umbral de la dignidad, como nos recuerdan las frías cifras, y por eso, por ellos, todos somos un poco menos nobles. La sociedad les ha mostrado el lado de un fracaso global donde ellos llevan la peor parte.
Algo hay que hacer para remediar, o, cuando menos, mejorar estas ignominias: el derecho a comer, a una vivienda digna, a tener opciones en la vida, es básico. Si carecemos de estas posibilidades, nos puede incluso faltar hasta la salud, que es la palabra mayor, aunque no siempre lo advirtamos así.
Son pobres, nuestros pobres, pobres nuestros, y nuestra obligación como sociedad es que no sigan sufriendo, que sufran menos, que tengan un pedestal para subir la cuesta existencial. Es Navidad, y muchos de ellos sólo lo saben por lo que dicen en la televisión o por las iluminaciones de nuestras calles.