Viva las Vegas o el nuevo simulacro

En los últimos años el mercado editorial se ha visto inundado por una serie de publicaciones que tienen como eje, más o menos delimitado, el fenómeno Las Vegas.

Textos como ‘Zerópolis’ (2002) de Bruce Bégout, ‘El estilo del mundo’ (2003) y, en menor medida, pero también altamente relacionado con él, ‘Yo y tú objetos de lujo’ (2006) del español Vicente Verdú dan cuenta de ello. Los precedentes más cercanos son evidentes: Lyotard, Baudrillard y, cómo no, Gilles Lipovetsky.

Dejando a un lado las cuestiones terminológicas, si estamos o no en una sociedad postmoderna o bien vivimos en tiempos hipermodernos (Lipovetsky), todos ellos abordan la problemática del simulacro, el individualismo extremo y algunas de las consecuencias del capitalismo contemporáneo. Un capitalismo de tercera generación o capitalismo de ficción como es denominado, entre otros, por Verdú.

¿A qué se debe esa irrupción del fenómeno Vegas? ¿A qué apunta? ¿Qué debemos entender por “Fenómeno Vegas”?

Debemos preguntarnos, en primer lugar, qué ofrece Las Vegas, ese teatro grotesco instalado en medio del desierto de Nevada. Algún viajero ingenuo podría afirmar que no es otra cosa que dinero, lo cual no es del todo acertado. A decir verdad, nadie sale con los bolsillos llenos de Las Vegas. Lo que las Vegas ofrece es algo más, es ilusión. No ilusión en el sentido de esperanza o anhelo. Ilusión en el sentido de ficción, simulacro.
Las Vegas recrea toda la historia de la humanidad: los canales de Venecia, el Bazar de Estambul, París, el templo de Luxor, Excalibur, el Empire State, Julio César, Cleopatra e incluso a sí misma, así como los iconos de la cultura popular norteamericana –Elvis, Frank Sinatra, el cowboy, la vaquera… Todo un entramado de neones y luces que fuerza el paroxismo de los sentidos, que no tiene el menor reparo en conjugar un Van Gogh auténtico con una pobre versión Kitsch de cualquier cosa que podamos imaginar.
Simbólicamente, Las Vegas no está en ningún lugar, es la supresión del espacio y del tiempo, constituye el ejemplo más demoledor del no-lugar, de ese nuevo mapa desterritorizado que se va imponiendo como el nuevo mapamundi. Ciudades-cáscara, sin fondo. Decorados permanentes, cultura fun que no consiente el menor atisbo de aburrimiento. Rechazo del valor de la historia, burla sin fin, trampantojo.

Alan Hess sostiene en Viva las Vegas, After Hours Architecture que “es posible crear un lugar a partir de la nada. Ahí reside la genialidad de Las Vegas”.

En última instancia, una negación o crítica infantil de la realidad. Realidad material, pesada, abogando por una substitución narrativa y descorporeizada de la misma.

El factor Vegas no es exclusivo del pueblo norteamericano, entiéndase bien, sino algo que se va extendiendo al resto del mundo. En última instancia, supone la derrota de Platón. Las imágenes, lo ficticio, han superado a la realidad. La realidad NO supera a la ficción, sino que se convierte ella misma en ficción.

A través de la simulación se lleva a cabo una estrategia fatal. Tanto si es una simulación desencantada (más verdadero que lo verdadero) como encantada (más falso que lo falso) [Baudrillard] la realidad sale mal parada. Todo está condenado a convertirse en sucedáneo, en imagen, en ficción.
Podríamos decir que a través de la estetización del mundo, se ha logrado en nuestra época lo que jamás soñó el capitalismo de primer cuño, preocupado por los bienes materiales. Se ha convertido todo en flujo de dinero ideal (recordemos a Agustín García Calvo) y desde aquí se ha dado otro paso más siniestro: se ha convertido lo material en inmaterial, en mera idea. Ni el mejor mago podría haber llevado a cabo un truco tan perfecto. Visto y no visto. Señoras y señores, lo que ustedes ven, no está aquí.
Todo ese ejército de individuos tan diferentes entre sí se ha homogeneizado. La defensa a ultranza de la propia identidad, de la identidad de los pueblos, el auge de los fundamentalismos, tiene tintes tragicómicos. También la Mcdonalización (Verdú) se ha extendido a los seres humanos.

Descontextualizando a Francis Fukuyama, podemos sostener que, ciertamente, no hay bárbaros a las puertas. Hace tiempo que, suavemente, sin hacer ruido, se hallan entre nosotros. De modo que rían, rían, rían.