El cuerpo del día, de mi querido amigo Fulgencio Martínez

Juan Tomás Frutos

 

Hola, buenas noches a todos/as, queridos amigos de Fulgencio y de su obra. Hoy, precisamente, estamos aquí contentos por este encuentro, por sus motivaciones, en esta especie de ritual de presentación en sociedad de unos versos reunidos en 152 páginas y que llevan un nombre harto emblemático que nos lleva de su alma de lector a “El cuerpo del día”.  Es un título abierto, con complicidad, donde el autor tiene el atrevimiento de desnudarse y de decir muchas cosas que ha vivido, que ha soñado, que le gustaría experimentar incluso, y así juega con el lenguaje, como la propia existencia, o bien puede que su fatum juegue con él. Creo, en todo caso, que intenta arañar, y algo consigue, una fuerza y unas impresiones que a menudo nos roba la rutina cotidiana, el día a día, con prisas, con vidas ajenas, con extrañas creencias, con carencias consentidas… Aunque sea tan sólo otro juego de palabras, les animo, desde el principio, a que lean la última página y la editorial responsable de la publicación de este libro. La última hoja dice así: Se terminó de imprimir en Salamanca el 19 de Julio de 2010. Quizá el destino, en una suerte de juego él (sigo con el mismo verbo), nos ha querido subrayar que muchos años después se superan los designios de quienes creyeron en una guerra y se negaron a actos de hermandad. De ello nos habla Fulgencio o sus alter egos, y todo ello gracias a la Editorial Renacimiento, porque seguramente nuestro amado amigo persigue un ser humano renacido,  refrescado, re-conceptualizado, o puede que aceptado con sus mejores contradicciones, sin hacer daño a nadie, claro. Entremos en harinas literarias. La obra que nos ocupa se divide en tres grandes tramos. La primera se engloba en lo que Fulgencio titula: Libro I: Los grandes conciertos Creo entender que los grandes conciertos vienen de la vida, de las vidas que saboreamos, que nos cuentan, que experimentamos o que soñamos de algún modo. Son conciertos que provocan añoranzas, nostalgias, que nos llevan por estaciones y que nos hacen sosegarnos o inquietarnos con reivindicaciones o con el mismo paso del tiempo. Nos dice nuestro autor en uno de sus poemas:

“Añoro las épocas en que la libertad era una epidemia y únicamente se la podía combatir para destruirla; No como ahora, ignorándola. (El valor del arte en libertad).

Las contradicciones del ser humano, sus maldades, sus caracteres duros, sus avaricias, sus envidias, sus carencias de entendimiento en momentos extremos, le hacen decir lo siguiente: “El horror no sólo por el cadáver que yace bajo los escombros, sino por la verdad, asesinada bajo el bombardeo con que se nos convence de que esa muerte de inocentes, esa matanza, ese sacrificio lo exigen los Derechos Humanos”. (Diario de un espectador de guerra).

Y es, Fulgencio, valiente, reivindicativo, firme en su defensa de lo humano, de la misma esencia de nuestras estirpes: “Ignoran que ser hombre es construir cada día una ventana en la niebla (…) Ignoran que ser hombre es construir una ventana a otro hombre” (Provincia).

Y el tiempo duele, mientras pasa, mientras permanecemos activos e inactivos, mientras se escapa. Leemos: “A vueltas de minutos las horas dan pocos días completos” (Un mundo poco fa: aquí dice también que es un doble exiliado al sentir nostalgia de sí mismo).

Se considera, nuestro Fulgencio, y yo lo corroboro por lo que he leído hasta ahora de él, un amante de la literatura, a la que defiende como su gran valedora, como la que le ha formado en lo que es, por lo que es. La reconoce: “Gracias, porque me diste a conocer el mar y la palabra de la calle”. (Gracias, Poesía).

Es un apasionado, Fulgencio y sus heterónimos, de sus gentes, de quienes le han enseñado lo que sabe, de quienes han sido ejemplos y guías. Se acuerda de amigos en el tramo final de estos versos, en este primer libro de la obra que tenemos entre manos, y también pone en valor el quehacer y la genialidad de otros poetas: Goytisolo, Poe, Miguel Hernández…

Me quedo, finalmente, para cerrar esta breve selección de lo que he leído, una parte de un poema del que destaco los siguientes renglones:  “No hay mejor combustible que el desapego a la ambición” (Las cuatro estaciones: el invierno). Creo que vemos en este Fulgencio a la persona que conocemos de diario, presta a defender una poesía social, de su tiempo, impregnada de las personas de su contemporaneidad. Es único.

 

Vamos con el segundo tramo de este cuerpo del día. Se denomina: Libro II: Álbum de Huellas. Y, como todos, nuestro poeta colecciona momentos, instantes, mansas o no tan quietas estampas que le dan ese estoque que le muestra bravío, dinámico, vivo. Divide este libro en tres partes. La primera se denomina “Con Homenajes y olvidos”. La existencia es, sin duda, eso: reconocimiento destacado y memoria olvidadiza. Lo es biológicamente y puede que también como un mecanismo de defensa para esperar el mañana, para vivirlo, casi como si fuera la primera de nuestras jornadas. De nuevo, el leer, es decir, el conocimiento, la comunicación, le parece básico para edificar la personalidad, para ser libres. Nos resalta: “Gracias a su lectura ganamos, en el mundo, un lugar contra el miedo” (De espinas y aroma).

Sí, estamos siempre prestos a un camino que nos arropa con espinas, con clavos que son durezas que nos ponen en bretes de todo género, y, en todo momento, con los aromas de fondo para mejorar, para vislumbrar ocasiones y ponderar posibilidades. Y todo, al menos para nuestro autor, es una lucha contra la ignorancia, y contra el tiempo, puede que contra todo… Me da escalofríos cuando le leo: “Voy y vengo por mi vida gastando una cerilla en cada sombra” (Al viento interestelar).

Y llegamos a la segunda parte de este segundo libro: El viaje a mi lugar. Creo que nos lleva a donde quiere desde un principio, a la duda de la existencia, a ese eterno partir al propio origen, que desconocemos, como el camino. Nos propone: “En el café de una estación búscate entre esos tipos de camisa abierta y ojos oscuros que encuentran siempre una excusa -acudir al baño urgente o silbar- para perder su tren”. (Estación de Godot). Quizá diciéndonos a nosotros mismos si estamos dispuestos o haciendo todo lo posible para perder el tren de nuestra vida, de sus ocasiones, quizá, me digo, demos con la oportunidad de encender la llama de la ilusión que precisamos para evitar o superar esa tercera parte de poemas, que aparecen con más dudas metódicas, radiantes, como el pulso fuerte de su alma.

Ésta se llama “Y en la tormenta”, un fenómeno, una vicisitud inevitable para un ser humano inquieto, como es Fulgencio, para el que se mueve, para el que se molesta en conocer, y también para el “dejado”. La vida es un controvertido enigma. Comienza así esta parte del libro: “Dios panóptico, cárcel abierta, asilo fugaz de un día, sólo conozco de ti el deseo de ti sólo con nombrarte me vencerías triunfad, si así lo queréis digo a tus arcángeles y a sus tronos invito a tu angélica caballería vincite, si ita vultis Desceñí mi brazo para conocerte estás en medio de todas mis vidas y no te presentas, o te muestras como una niebla fría Vincite, si ita vultis (…)” (Rezo en la tormenta). Ya les anticipaba que es la vida misma, reflejada en el tormento de lo ignoto, de nuestra procedencia, del espíritu que nos anima, de lo que somos y de lo que no, con más dudas siempre… siempre más dudas. Como buena obra, tiene un trance final, que no es conclusión, que es como una especie de espacio abierto para dejarnos con buenos ecos, con fe, con esperanza en más logros, en más descubrimientos. Lo titula: “Epílogo con hospital, gozo y laurel”. Se atreve aquí a hacer algo que no es fácil, que no es otra cosa, intrépido él, que definir a un poeta: “Un poeta hoy es un tipo corriente que lleva, como acaso usted también, una anormal vida normal”. (Un poeta de hoy, inspirado por el común amigo Juan Ramón Barat). Quizá sea ése el trabajo de un poeta: decir con naturalidad lo que vive la sociedad de su tiempo, lo que experimentan y sienten las gentes en sus diversas etapas históricas. Y finaliza con un acto de pura humildad, como es él, señalando la fuente de su inspiración, y, una vez más, tiene el atrevimiento de desnudarse. Nos glosa: “El prendedor de tu pelo vale más que todos mis poemas” Eso nos subraya en su último poema (Dedicatoria a una horquilla del pelo), dirigiéndose a una anónima musa, en nombre quizá de todos sus heterónimos.

Como ven muchos espacios con ventanales abiertos de par en par, con sonrisas esbozadas de melancolía y aderezadas de fragmentos de unas ilusiones y de una fuerza que son las garras de un poeta que hoy no busca gacela, que hoy, más bien, halla en sí mismo la gacela que persigue y hiere ese león que llevamos dentro y que corre por fuera. El papel del poeta está claro aquí: describe la realidad, se rebela contra lo que no le gusta y despierta lo que son fuentes de inspiración para todos aquellos que, con curiosidad o fortuna (puede que con las dos), se aproximan a su obra que, en el caso de Fulgencio, es tanto como decir su alma, otro de esos nombres que no nombro por temor.