La soledad de las jóvenes víctimas

Juan Tomás Frutos

 

Suelo decir que no siempre los datos argumentan sobre el estado de una cuestión, pero sí es cierto que muy a menudo indican por dónde camina un determinado orden, o desorden, como sería, es, el caso y el escenario que aquí destacamos.

Subrayemos una cifra atroz. Más de 1.000 jóvenes mueren todos los años en la carretera, víctimas del exceso de velocidad, del alcohol, del sueño, del incumplimiento de las normas, de su vehemencia, de su falta de educación vial, de todo… Miles quedan heridos, muchos de ellos con secuelas para toda la vida, ya en lo que concierne a lo físico, o bien en lo que se refiere a lo psíquico, o a los dos territorios.

Algo pasa para que ello suceda así, para que se vea casi como un peaje inevitable de las sociedades modernas, que, como diría Ortega Gasset, crecen con demasiada premura y prisa, perfiles de la misma cara moneda.

Pienso en la cantidad de familias rotas por este fatal destino, en las tartas de cumpleaños que ya no tendrán velas, en las vidas que ya no crecerán, en las ruedas que ya no girarán en busca de alegría y de oportunidades.

Imagino que esto es un fallo de conjunto, y no sólo de las personas donde ocurre el horror, que lo padecen. Hay muchas paradojas. Los coches son cada vez más rápidos, crecemos haciendo compatible lo que no lo es: las normas hay que cumplirlas a rajatabla, pero no porque sean leyes, sino porque nos protegen hasta de nosotros mismos, y de aquellos que no creen en sí mismos.

La educación es fundamental en este caso, como lo es en otros, como también es esencial que comuniquemos aquello en lo que erramos y aquello otro en lo que podemos acertar. Las contradicciones con las que crecemos a nivel humano tienen como resultados estos sucesos luctuosos, que apenan y nos hacen sufrir porque acontecen irremediablemente (eso nos parece) y, sobre todo, porque no ponemos lo suficiente para que no sigan ocurriendo.

Me duelen las cifras, sí, pero más me duelen las personas cuyas vidas quedan segadas, más aún las existencias de los padres que ya no viven, aunque respiren, las de los allegados que se quedan de luto, aunque no se les vea por fuera, las de una sociedad que practica unas huidas hacia adelante como una muestra de decir, de decirnos, que los problemas no son tan fuertes y tan duros como realmente lo son, que lo son. ¡Maldita sea!

La clave es la educación

Hay datos que nos deberían ayudar, siguiendo con esos aspectos dantescos de las meras cifras. La mayor parte de los fallecidos y heridos son varones. Por otro lado, la mayor  cantidad de accidentes se produce entre la noche del viernes y el domingo. Las causas son las antedichas. Con este bagaje habría que empezar a actuar sin demora, contundentemente.

Pensemos en cómo educar mejor a nuestros hijos, en cómo evitar consumos excesivos de alcohol, en cómo conseguir que se cumplan las normas en cuanto a velocidad y respeto de las señales de tráfico, las distancias de seguridad, las condiciones de circulación, etc. Tratemos de que, en caso de viajar en grupos, conduzcan los más capaces, los más responsables, que, además, con su actitud, ayudarán a comprender a los demás que, en la circulación, la máxima precaución es de quien lleva el volante… En teoría, es sencillo.

Meditemos medidas interesantes que vayan reduciendo la accidentalidad en el medio o largo plazo, consolidando un contexto de pro-actividad en este ámbito, donde el precio del dolor, de una vida, de los daños que se producen, es incalculable, inefable, por mucho que digamos, por mucho que nos indiquen las aseguradoras,  las entidades especializadas o las propias Administraciones.

Es verdad, y conviene que lo reseñemos, que las cifras de fallecidos han bajado en los últimos años, en las pasadas décadas, pero eso no es una conquista en sí, aun siendo muy destacable, puesto que cada vida rota vale todo el oro del mundo.

Hemos de trabajar para que, cuando llegue el fin de semana, lo vivamos con la tranquilidad de que, dentro de los peajes que tenemos que pagar al discurrir diario, no se halle el aceptar que muchos de los que se acercaron a él con la jovialidad propia de sus años mozos abandonan nuestra dimensión sin disfrutar de la magia de vivir.

Quizá, y casi corroborando lo que ya expresé al inicio, no habría que pensar en cifras, sino en las existencias individuales que se extinguen o podrían extinguirse. Pensemos en Antonio, en Luis, en Irene, en Ramón…, en tantos que se han ido escapando de nuestras vidas antes de que pudiéramos contarles quiénes somos. No olvidemos que el recuerdo, importante, necesario, nos deja solos. Por favor, alejemos la soledad.