Fugado

Juan Tomás Frutos

 

La vida es una contingencia permanente, un azar entre destinos más o menos escritos. A veces nos sonríe con sorpresas inesperadas, y, en otras ocasiones, esos avatares nos encierran tragedias que nos dejan en la penumbra por sus incertidumbres y  por aquellas opciones planteadas en torno a si algunas cosas que suceden podrían haber ocurrido de semejante guisa de haber sido las circunstancias de otro modo. Una noticia de estos días es que un fugado, o alguien con un permiso carcelario, ha acabado con la existencia de dos personas. Todo parece indicar que pasaban por allí el uno y los otros y que las cosas derivaron en la fatalidad, trágicamente. Fue, o eso nos dicen, pura casualidad. Puede que sí.
La pregunta es qué hacía allí un fugado, o por qué un permiso acaba siendo una licencia para matar.  Sí, el azar es, por definición, un puro capricho, un capricho de la naturaleza, pero no olvidemos que ésta la conformamos todos nosotros.
Las leyes, el sentido común y esos universales que nos recordaba Aristóteles que hacen que las ciudades, las polis, sean los escenarios de la convivencia humana son las bases para el desarrollo, que puede verse detenido por los sentimientos de frustración e impotencia que, desgraciadamente, imperan en un contexto que parece tocado por la mala suerte, quizá fruto de la inacción, de la apatía, del dejar hacer, de un devenir no analizado… Puede que no nos gusten las respuestas que podamos hallar.
La implicación ante las víctimas del sistema ha de ser máxima por parte de todos. Obviamente unos deben afrontar sus responsabilidades más que otros, pero la sociedad debe replicar con sus entidades y opciones articuladas en asociaciones de diversa índole con el fin de no dejar al albur del destino lo que no debe ser el coste de un progreso que, con estas pesadillas, con estas situaciones de puro desastre, no constituye un verdadero avance en nuestras democracias. El sistema debe funcionar, y, aunque se toleren fallos, éstos no deben tener la visibilidad de la frustración y de la impotencia, como a menudo ocurre. El coste es muy alto, demasiado. La información y las medidas oportunas deben fluir con rapidez y no como protocolos mecánicos que se ausentan de lo que acontece en la calle.
Mientras pensamos todo esto, dos personas han muerto asesinadas, y, por desgracia, hay otra más que es más culpable (más que antes de estos hechos) para una sociedad en crisis. Es lógico entender que lo “fugado” es mucho más de lo que advertimos.
Y termino con una pregunta, que no es exactamente la de los familiares de las víctimas. Ellos se cuestionan y se subrayan que todo habría sido distinto si sus seres queridos no hubieran estado cerca del maldito agresor. No obstante, la cuestión es por qué el asesino estaba allí con tantos mecanismos de control que supuestamente deberían funcionar. Duele hasta pensarlo.