Circulando con mis primeros sueños

Mi Ford Fiesta era algo especial. O quizá era como lo veía yo. Había crecido con él, viendo como lo conducía mi padre, y, cuando llegó a su edad madura, en vez de desecharlo, lo utilicé yo. Había una suerte de complicidad entre los dos.

Tenía un color marrón plateado, yo diría que incluso envejecido por el paso del tiempo. Cuando lo empecé a conducir yo, el coche ya había cumplido los 15 años, y todavía habría de durar unos cuantos más. Era fuerte: probablemente lo era por sencillo. Era pura mecánica, con prestaciones básicas y con pocos complementos que se pudieran romper. Siempre he dicho que los coches de hace unas décadas eran más robustos.

Tenía, dentro de su austero atractivo, muy pocos botones. Los clásicos para las luces, para los intermitentes, para la calefacción (no para el aire acondicionado) o para mover las escobillas en días de lluvia. Todo lo demás que aconteciera entre él y yo era fruto de la intuición, del conocimiento mutuo. Yo me había hecho a él, y él a mí.

Guardo muy buen recuerdo de él, de cuando fuimos a Granada, que incluso llegó a subir hasta Sierra Nevada para ver la nieve, de cuando estuvimos en Córdoba, donde repartimos simpatía. Todo fue bien siempre: no recuerdo ni haber pinchado con él.

Sí es cierto que el último año fue un poco agónico. Reparado en una ocasión el radiador, y siendo, como era, poco rentable hacer inversiones y cambios en el vehículo, decidimos (bueno, decidí) practicar una economía de supervivencia. Había que llevar siempre una garrafa con agua para verterla en el radiador, que consumía y perdía el líquido elemento casi por igual. Con esto me llevé algún susto, como el día que, afrontando el Puerto de la Cadena, se me paró, de un cierto “recalentón”. Ahí pensé que se había producido la defunción de coche, pero no fue el adiós definitivo. Ya he dicho que era fuerte y que lo demostró en más de una ocasión, incluyendo la que acabo de mencionar. La gasolinera que aún sigue existiendo me proporcionó, en aquella oportunidad, el agua suficiente para llegar a casa y un amigo mecánico taponó en cierta medida el tremendo orificio que ya tenía el radiador, lo que hizo que el coche aún continuará funcionando medio año más.

Me deshice de él, como quien abandona a un juguete roto, ya en otra etapa de la vida, como suele ocurrir, más económicamente viable. Supongo que en coyunturas como ésa empecé a ser un adulto de verdad. La vida te lleva por sus derroteros y sus circunstancias, y éstas, en este caso, me hicieron abandonar a ese coche con el que había pasado de la adolescencia a la edad de adulto. Muchas ilusiones se fraguaron en los caminos no definidos por los que cabalgamos juntos. Tuvimos una historia de amistad en común. Hubo fiestas, traslados de sumo interés, compañías inolvidables, días incluso de ahogo en los que nos dijimos que no nos íbamos a fallar. Lo que ocurre es que, antes o después, llega la vida con sus repasos y recortes. Mi Ford Fiesta, mi “forito”, quedó abandonado en un cementerio de coches, como otros de su estirpe, de su edad. No perdonamos la pérdida de facultades, fundamentalmente cuando hablamos de aspectos materiales, lo cual me llena de zozobra, pues, más pronto que tarde, esa doctrina nos pasará factura.