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Tres relatos por la igualdad entre mujeres y hombres

La revista Campus publica las obras ganadoras del Concurso de relato corto sobre las mujeres, organizado por la Unidad de la Igualdad entre Mujeres y Hombres de la Universidad de Murcia, cuyos vencedores fueron anunciados el pasado mes de julio.Los ganadores fueron los siguientes: Carlos Alberto Riquelme Jódar,  alumno de Estudios Ingleses, primer premio por su relato: “La melodía del despertar”; segundo premio Irene Vázquez Serrano, alumna de Doctorado con su texto “La broma de hoy”, y  Lucía Cegarra Cuquerella, alumna de grado de Derecho, tercer premio por “Dolores”.

La Melodía del Despertar

Carlos Alberto Riquelme Jódar
Las gotas de lluvia golpeaban los adoquines incesantemente al igual que las dos semanas anteriores. Era un sonido repetitivo, pero había algo mágico en él. Algo mágico que no todo el mundo era capaz de reconocer.
En la calle Bridgewall, esa calle donde los adoquines parecían hechos de cristal en esas raras ocasiones en las que brillaba el sol, y las casas, aunque grandes y monótonas, cada una tenía un color distinto, un sonido parecía enturbiar la dulce melodía de la lluvia. Ese sonido provenía de la casa color aguamarina. Era un sonido un tanto perturbador que transmitía frustración, pena y desgarro. Al menos, eso es lo que percibía Emily cada vez que escuchaba a su hermano George intentar tocar el piano en sus, casi siempre, fallidas clases con el profesor John Meyers, uno de los intérpretes más reconocidos de la aristocracia londinense entre la que la familia de Emily era bien conocida.
Mientras ella se sentaba en la mesa de camilla con su madre, confinada a coser y hacer punto, una actividad que Emily encontraba frustrante, veía las manos de su hermano George agarrotarse y expresar furia cada vez que la melodía que trataba de tocar se veía truncada por una nota que no acompañaba a las demás. Emily veía con claridad la angustia y el enfado de su hermano, al igual que la decepción en el rostro de su padre que siempre se sentaba en un sofá de estilo victoriano mirando cómo se desarrollaba la clase. Emily podía percibir los ojos acusadores de su padre sobre la nuca de George.
Ella conocía bien todo lo que George sentía en sus clases porque ella también lo sentía cada vez que su madre la confinaba a sentarse en una silla a coser. Sus manos se agarrotaban sin poder moverse cada vez que se equivocaba y la frustración, la rabia y el odio inundaban su alma como un torrente de agua furiosa, que solo deja pena y decepción allá por donde pasa. Siempre sentía como la expresión de su madre cambiaba. Sentía el peso de su decepción como un saco cargado de cadenas sobre su espalda. Cadenas que estaban agarradas a su pie y de las que no parecía encontrar escapatoria. Innumerables preguntas se agolpaban en la cabeza de Emily: ¿por qué sus manos no tenían la capacidad de coser con tanta habilidad como las demás chicas? ¿Por qué sus manos parecían estar enredadas con el mismo hilo con el que intentaba coser? ¿Por qué no podía hacer feliz a su madre y ser como aquellas chicas que su madre habría deseado tener? ¿Por qué tenía que ser aquel monstruo con manos torpes que no encajaba? Pero lo más frustrante y lo que más apenaba a Emily era que aquellas preguntas no parecían tener respuesta alguna. Aquellas preguntas eran túneles sin salida, de esos en los que la luz es tan lejana que se escapa a la vista.
En una tarde en la que ni su padre ni su madre se encontraban en casa, Emily paseaba alrededor de su querido hogar y al pasar por delante de aquel piano, que para ella no había sido más que cualquier otro mueble insulso y viejo, sintió una punzada en el corazón que la hizo girar la cabeza y mirarlo con otros ojos. Sintió que algo en ella había cambiado, como si pudiera ver a través de los ojos de otra persona, igual que al leer un libro. Ni ella misma podría haber explicado ni el cómo ni el por qué, pero de repente se encontró a sí misma sentada en el taburete frente a un montón de teclas negras y blancas. Al mirar hacia la ventana escuchó las gotas de lluvia golpear el cristal y una melodía empezó a sonar en su cabeza. Para ella fue una melodía tan pura que habría conseguido amansar a la más fiera de las bestias, e incluso a su padre en esas no tan raras ocasiones en las que enfurecía y que Emily tanto temía. Pero en ese momento, no había temor en el corazón de Emily, solo paz. Era una sensación desconocida para ella hasta ese momento.
Con el sonido de la lluvia en su cabeza empezó a pulsar aquellas teclas y conforme lo hacía dejaban de ser simple botones negros y blancos. Cada una adquirió un significado y un sentimiento distinto que ella podía sentir en su alma cada vez que escuchaba el sonido que emitían. Sintió como su piel se erizaba cuando escuchaba los sonidos más agudos y cómo su corazón palpitaba tan fuerte que su pecho se agrandaba con los sonidos más graves. De repente, incesantes gotas empezaron a recorrer sus mejillas. Gotas de pura felicidad. Gotas de agua para bautizar su nuevo ser. Un torrente la inundaba ahora pero no dejaba pena o decepción a su paso, sino naturaleza, felicidad y vida. Mientras tocaba aquella melodía se libró del saco y de aquellas cadenas que la oprimían cada vez con más fuerza. Sus manos no eran monstruosas y los hilos que las enredaban habían desaparecido. Emily se sorprendió al comprobar que sus manos se movían con soltura y ligereza; que eran libres.
Fueron numerosas las tardes desérticas en casa de Emily. Aquellas en las que disfrutaba de un momento de libertad y se sentía ella misma; sin ataduras. Sin embargo, los barrotes de su celda volvieron a atraparla inesperadamente. Su padre volvió antes de lo esperado una tarde. Desde la calle, él pudo oír aquella preciosa melodía que provenía de su casa aguamarina. No dudó que se trataba de George que, sorprendentemente, había mejorado en su habilidad con el piano.
Se apresuró para entrar en casa y felicitar a su hijo, ebrio de orgullo y felicidad. Abrió y cerró la puerta con sigilo y quiso que sus pasos no fueran más ruidosos que la lluvia de la calle. Al entrar en la sala del piano vio una silueta. No tenía ninguna duda que se trataba de la silueta de su hijo hasta que la vista se volvió clara y pudo ver a Emily. Tanto fue la sorpresa de él como el terror de ella al ver a su padre. El sonido del piano cesó pero la melodía parecía haber dejado su estala, ya que ambos podían escucharla en su cabeza durante el silencio que se produjo. Emily temió lo peor. Había sufrido la cólera de su padre antes y era algo que siempre temía que sucediera. Pero lo que ocurrió fue mucho peor. Su padre le tendió la mano para levantarla del taburete y ambos se sentaron en el sillón que estaba junto al piano.
El apenas podía mirarla a los ojos. Emily vio como su padre se quedó con la mirada perdida durante un instante. Estaba profundamente preocupado y así se lo hizo saber a Emily. Según él, ella no podía tocar el piano. Ese placer solo estaba reservado a los hombres. Aquellos únicos que podían hacer de tocar el piano algo digno. Ella no debía volar tan alto ni desear el cielo con tanto ímpetu. La gloria solo podía tenerla aquel que pudiera cargar con ella sobre los hombros. Para el padre de Emily, ni ella ni cualquier otro ser humano con atributos femeninos era capaz de semejante hazaña.
Mientras Emily escuchaba estas palabras vio como los ojos de su padre se llenaban de cristales pequeños y brillantes. Nunca había visto aquellos objetos extraños en los ojos de su padre. Tal fue la decepción que él debió de sentir que fue incapaz de contenerlas en su interior. A Emily esas lágrimas se le clavaron como astillas en su corazón. No podía entender cuál había sido su pecado. Aquel por el que merecía el terrible tormento de hacer llorar a su padre. Esperaba sentir tristeza y desolación ante aquella escena pero, sorprendentemente, no fue así. No sintió pena, rabia o decepción. Al contrario, se inundó de valentía. Su corazón latió con fuerza. Más y más deprisa cada vez que volvía a escuchar las palabras de su padre en su cabeza. Porque ella ya no era la Emily que su padre conocía. Ella ya había volado. Abandonó el suelo con la primera tecla. Había saboreado la libertad y ya nadie podía privarla del sabor dulce de su néctar.
Días después, George insistió en dar un recital de piano para los amigos más allegados de la familia, lo que significaba que la más alta sociedad de Londres se reuniría en su casa. Su padre accedió pero, sin embargo, su madre no estaba tan segura de aquello. Ella conocía las habilidades de su hijo y lo último que deseaba es que su familia fuera parte de los dimes y diretes de la gente. Pero la última palabra ya había sido dicha.
El día del recital, todo el que era alguien o aspiraba a serlo estaba en la casa aguamarina de la calle Bridgewall, preparado para escuchar a George tocar el piano. Incansables voces intentando superponerse a las demás se escuchaban en el salón del piano hasta que unos pasos extinguieron todas ellas. Todos esperaban ver a George entrar al salón. Pero se trataba de alguien distinto. Al cruzar el umbral de la puerta, Emily empezó a escuchar el murmullo de los invitados, absortos al ver como se acercaba al piano.
En ese preciso instante, los murmullos se convirtieron en silencio y la melodía empezó a sonar en la cabeza de Emily. Sus dedos empezaron a moverse ágiles y con determinación. Emily apartó la vista del piano por un momento y observó cómo el mundo que la rodeaba comenzó a desaparecer. Un nuevo universo se extendió ante ella. Un universo de luces y colores donde ningún barrote era capaz de encerrar tal inmensidad. Los ojos de Emily se empañaron al ver aquel lugar. Podía verlo con tal nitidez que incluso llegó a sentir como aquellas luces la cegaban. Nunca había soñado con ver algo así.
De repente, sintió como su piel se erizaba y su corazón latía con tal intensidad que ninguna fuerza humana, de esas que se creen más poderosas por naturaleza, podría haberlo oprimido. ¿Era aquella la gloria que su padre le había prohibido? No. Aquello era algo más valioso. Lo que Emily había experimentado no era algo tan banal como la gloria de la que su padre hablaba. Era algo tan puro y etéreo que se escapaba a la comprensión de los hombres. Aquel universo era el lugar al que la música del piano la transportaba. Un lugar donde la silueta humana era simple fachada, insulsa y sin significado; donde todo era diferente y nada discriminado; donde existía libertad. Ese era el lugar al que Emily pertenecía y al que nadie le prohibiría su entrada.
En ese momento, Emily empezó a escuchar incesantes latidos en su oído. Sintió la sangre recorrer su cuerpo a gran velocidad. Más y más deprisa según la melodía se alzaba sobre todo pensamiento terrenal. Sonidos graves y agudos que la alejaban más y más del suelo. Cerró los ojos en un momento de pánico, para cerciorarse de que su alma no había abandonado su cuerpo y, de repente, nada.
La melodía finalizó y al volver a abrir los ojos estaba otra vez en aquella sala abarrotada de gente. El silencio se apoderó de esa sala durante un instante, pero un aplauso acabó con él. George, el artífice e instigador de aquel engaño, empezó a aplaudir con orgullo y satisfacción. Sin él, el acto de valentía de Emily al hacer frente a todos los prejuicios que abarrotaban la sala no habría sido posible. Ella nunca lo olvidaría, ya que, para ella, George representaba el nacer de un nuevo mundo.
A los aplausos de George se unieron los pertenecientes a los demás invitados excepto los de sus padres. Emily lo lamentó profundamente. Sintió pena por ellos, sobre todo por su madre. Pero su mente ya había sido doblegada, sus alas cortadas y la llave de su jaula olvidada. Emily se juró a sí misma que nunca permitiría sufrir igual destino. La libertad, el poder y la autodeterminación formaban ya parte de su ser. Ningún fuego podría convertir esas cualidades en cenizas. Ningún látigo podría desgarrarlas de su alma. Nunca.
Sir Gawain.
La broma de hoy
Irene Vázquez Serrano
Volvió a sonar la alama; eran las 7:05. Esos 5 minutos me servían siempre para despertar a la realidad del día que empezaba. Él se había levantado el primero; se había duchado, paseado al perro, preparado los tupper que nos alimentarían el día y ya preparaba la ropa de los que retozaban aún en la cama.
“¿Dónde vamos mami?” Era la primera frase que oía cada día. No era la única que podría aventurarme a adivinar: “No quiero. Me quiero quedar en casa a jugar”, “y tú, ¿dónde vas?”, “me quiero ir contigo”, “¿por qué no me puedo ir contigo?…”. Todas, una tras otra, cada día de lunes a viernes.
Luego venía el vestirles, la lucha del desayuno, peinarles, lavarles la carita y las manos, el abrigo, su bolsa de tela, revisar sus agendas del cole y al coche. Tres besos a las 8:30 de la mañana, si íbamos bien de tiempo, te hacían entender que tocaba cambiar el chip y poner en marcha el de mujer trabajadora. Con un poco de suerte, ese día llegaría a casa a las 21:30. ¡Ah, no!. 22:30. Era lunes y este año me había prometido que me presentaría y aprobaría el bendito examen de inglés. Así que, pasara lo que pasara, a las clases de inglés no podía faltar. Y los deberes. Los deberes había que llevarlos hechos sí o sí. Seguro que encontraría un hueco a lo largo del día.
Llegaba a impartir mi primera clase de seguridad privada a las 9 y algo. Mis alumnos me estaban ya esperando. No recuerdo un solo día que hubiera llegado antes, ni siquiera puntual. Y corriendo, siempre corriendo. La clase duraba hasta las 14 horas y antes de entrar me repetía siempre un mantra: “Estás aquí y ahora dando clase. Da lo mejor de ti”. Había llegado a él sólo unos pocos meses antes, tras mi segundo parto, al darme cuenta de que mis hormonas habían tenido, en demasiadas ocasiones, un protagonismo excesivo en varias de mis clases. Pero lo cierto es que no había sido consciente de lo que había ocurrido porque la baja maternal -no sé si llamarla así-, duró 15 días y ese fue el tiempo en el que pasé de ser profesora a profesora con un bebé y, tiempo más tarde, a ser profesora con un niño y un bebé. Trabajadoras autónomas nos llaman. Así que eso: “Estás aquí y ahora dando clase. Da lo mejor de ti”. Durante el descanso saqué un café de la máquina para leer un comunicado que la empresa, para la que presto mis servicios desde hace 5 años, me había entregado. Bueno, a mí y a todos los docentes del centro:
“Estimados docentes,
La Dirección del Centro os comunica…
Por ello, y con la idea de mantener la salud del centro durante mucho tiempo, se procederá, (…) a disminuir la retribución por hora”.
Ufff, ¡vaya lunecito! Pero, “¿la disminución de hora es para todos los docentes? Quiero decir, que yo soy autónoma. ¿Nos afecta por igual a todos los profesores? Los que, ¿cómo llaman a los que no facturan? Ah, sí, los que les liquidan. ¿Nos afecta por igual a los que les liquidan, a los contratados y a los autónomos?” Madre mía, ¡cómo está el pescao!, pienso. “Pero si la señora que limpia en casa de mis padres va a ganar 3 euros menos que yo la hora”. Y no es menospreciar, ¡qué conste!, pero es que tanta carrera y tanto máster y… ¿para qué?, piensa una a veces. Acabé la clase casi a las 2 de la tarde y me fui directa a mi despacho de la Universidad con mi comunicado de la Dirección del Centro entre mis papeles y venga darle vueltas en mi cabeza. No había forma de parar. Este año que precisamente habíamos pensado en hipotecarnos…
Me gustaba trabajar en casa. En pijama y recién levantada con el primer café de la mañana. Pero la prole modifica tus hábitos; éste fue de los primeros. Esa tarde tenía una clase de DIYUE y los alumnos tenían que exponer por grupos, así que hasta la hora de la clase aproveché para comerme mi insulsa ensalada y un plátano. No había tiempo para hacer deporte, no conseguía sacarlo por ningún sitio y tampoco había forma de quitarme de encima los kilos del último embarazo. Mientras pinchaba la mitad de un Cherry saqué el último artículo de tesis en el que estaba trabajando y miré el reloj: ¡Tenía 2 horas por delante!. Y otro mantra bien aprendido: “Rentabilizar el tiempo”. Si veía la luz esta tesis, que tenía claro que sí, lo que no tenía tan claro era el cuándo, sería una tesis consumada con alevosía y nocturnidad. Así, cual delito, porque esas dos horas libres no las inviertes en la familia, en tus hijos o en tu pareja, no; cual delincuente te sientes culpable de lo que haces, culpable de no poder irte al parque con tus hijos o de pasar una tarde con ellos. ¡Ains, el próximo que me hable de conciliación!. Tercer mantra: “Venga, vive el ahora. Vendrán tiempos mejores”.
Las exposiciones en clase han ido bien. Me queda casi una hora antes de irme a clase de inglés, así que voy a echar un vistazo a lo que dimos el miércoles y hacer un writing para que me lo pueda corregir José Miguel el fin de semana. ¡Ah!, no se me olvide decirle que el próximo miércoles doblo turno en el Centro y llegaré media hora tarde a clase. De camino a inglés, aparco un par de calles antes porque hay un supermercado cercano y los lunes y miércoles, aprovechando que voy a inglés, hago la compra. “Compra toallitas”, me dice en un wasap.
Son las 22:30 de la noche, estoy bajando del coche con las bolsas de la compra, contenta porque José Miguel me puso un good writing en el que me ha dado corregido de la semana pasada y entro en casa. Los peques ya están durmiendo. Él me dice que ha sido un día agotador, que no han parado y que después del baño y la cena han “caído muertos” a la cama. Lo creo. Son unos diablillos encantadores. Hoy me quedo sin hablar con ellos; me resigno. He aprendido a resignarme. Coloco la compra, ceno algo y recojo la cocina; doblo la ropa de la secadora que acaba de terminar mientras oigo La 2 que está puesta. De fondo alguien dice: “recuerden que mañana es el día de la mujer trabajadora”. Y pienso: “¿y lo de hoy qué ha sido? ¿una broma?”.
Dolores

Lucía Cegarra Cuquerella
Hoy he tenido un día gris, he contemplado, con más incredulidad que decepción como le entregaban con un fuerte apretón de manos, el trabajo de mi vida a un inútil con corbata, como si mi ausencia de ella pudiera considerarse un logro que engrose su lista de méritos, no, yo no llevaba corbata, y él sí, y a eso se ha resumido el asunto.
Mientras efectúo mi llegada triunfal a casa y me voy desnudando por el pasillo, Pelusa me sigue ronroneando para que la acaricie, ella también se ha sentido sola, lástima que no sea mi día y la aparte con el pie como puedo, no siempre soy dulce y sensible, por mucho que mi entrevistador, con su sonrisa condescendiente y sus veinte años más que yo, me haya tratado como una princesita, pasando las hojas de mi currículum como quien pasa rápido las páginas del periódico que no le interesan.
En la ducha, con el agua ardiendo abrasándome la piel, las palabras me reconcomen y se me pegan al cuerpo, igual que el vapor, húmedo y agobiante. “mala suerte chica, no te preocupes, eres mona, te colocarás pronto” ¡¡¡Qué rabia!!! Mi carrera, mis dos másteres y mis decenas de cursos de especialización muertos de asco en un cajón, despreciados en once palabras… No niego que alguna vez haya sentido mi sexo como algo que me perjudica, pero nunca tan punzante, tan hiriente e injusto como hoy. Hoy, 13 de marzo, han radicalizado mis ideas y provocado mi reacción, me muerdo los labios hasta sangrar… qué ganas de gritar, de haberle partido la cara a ese gilipollas del entrevistador.
Sin embargo el agua hace efecto y en media hora, estoy abrumada, en el sofá, con una taza de café que no va a permitir que duerma bien esta noche, reinspeccionando, analizando hasta la saciedad qué pudo fallar ¿a quién quiero engañar? No iba a dormir aunque hubiera prescindido del café, necesitaba el dinero…
En esta tesitura, con mi guirigay de pensamientos e histerias, entre lágrimas, mocos y decepciones, me da por pensar en la abuela. No por nada, tan solo he visto su foto, radiante en su traje de novia, en blanco y negro, en la mesilla destartalada donde he apoyado la taza. El feo surco que ha dejado en la madera, no casa con la imagen impoluta de la mujer, que me mira fijamente desde su marco.
No tenía muchas fotos, y esta, es la única que yo conservo, cuando se casó tenía bastantes menos años que yo ahora. Qué curioso se me antoja de repente, nunca jamás se me ocurrió pensar en la abuela como una mujer de mi edad, la abuela siempre fue la abuela, y casi me parece mundano, herético pensar en ella más allá de aquella señora elegante de manos suaves a pesar de los años y arrugas sabias.
A pesar de todo, diría que he llegado a conocerla, poco a poco, juntando los retazos de las pequeñas historias que papá ha ido contándome, esos días malos, cuando el dolor de haberla perdido, solo parecía poder sanarle compartiendo. Todavía hoy, se que le cuesta, y que a veces no puede contener las lagrimas cuando se acuerda de ella, y supongo que es normal ¿no?
La abuela se llamaba Dolores, y su nombre fue el preludio de un vida de estrecheces y remiendos, ella, como cuando los grandes autores, impregnan a sus personajes con todo el significado de su nombre, para que nos sea más fácil entender su sino, tuvo un nombre muy adecuado.
Yo la conocí poco, murió cuando tenía siete años, joven, a causa de la mala suerte o de la mala vida, y mi recuerdo más nítido, es que montaba en cólera porque venía a verme, yo correteaba por la casa descalza, y ella sufría porque tenía pánico al más mínimo resfriado.
No era una mujer risueña la verdad, aunque papá era capaz de sacarle algunos amagos de vez en cuando.
Acumulaba comida en cantidades innecesarias, tenía una despensa, que a mí, a mi corta edad me impresionaba, jamás lo explicó, ¿para qué? Todos sabemos que las marcas del hambre no se borran aunque años y años más tarde, nades en la abundancia, la abuela vivió la posguerra, y si nunca le hizo falta comentarlo, en su casa no se pasaría hambre mientras ella pudiera remediarlo.
La abuela era la mayor de sus cuatro hermanas, como yo, aunque ahí, acaban todas las semejanzas, mientras a mí, desde el día en que nací me leyeron Moby Dick antes de acostarme, ella tuvo que luchar para que le permitieran asistir al colegio hasta los doce años, después, aprendió a coser, y siendo como era, una virtuosa de las telas, se dedicó a ello en cuerpo y alma hasta el día en que se murió, al principio, para alimentar a las muchas bocas que había en casa, sesenta años después, porque era el único modo que conocía de agasajar a sus nietas, confeccionando los vestidos más bonitos y brillantes de la ciudad.
Pasó tantos años, en esa casa vieja, de un barrio viejo, en esta ciudad, no menos vieja, cosiendo, con la vista clavada en su labor… que de repente me parece un sacrilegio, no ser capaz ni de enhebrar una aguja, y me duele de verdad, pensar en que ella, no ha estado aquí para enseñarme.
Ella era muy lista, es cierto que leía con dificultad, y no le gustaba escribir, pero era la definición perfecta de “una gran mente desaprovechada” en los ojos le brillaba esa chispa de inteligencia, que mezclada con su arrojo le hubiese permitido hacer hoy, lo que hubiera querido con el mundo.
El café se me ha quedado frio, mirando embobada la foto de la abuela, recopilando información en mi cabeza, recuerdos… palpo mi cara, tratando de averiguar, qué es lo que queda en mi de ella, si hay algo más a parte de las facciones redondeadas y el pelo oscuro, si quizás… podría yo importar su fuerza y hacerla mi bandera.
Si ahora estuviese aquí, probablemente mis disertaciones le provocarían una de esas preciadas sonrisas…¿usarla como ejemplo hoy? A ella, que le provocaba sudores pensar en que su marido o su hijo pudiesen tener que coger una escoba, que conducir la asustaba tanto que prefería no saber qué días viajaban sus hijos.
¿Ella? reina de las telas, del corte y confección, señora de misa diaria, correcta en todo, buena creyente, buena madre, buena esposa, ella, mujer coraje, niña insana, entregada siempre a los de fuera, y dispuesta a poner a todos firmes una vez pasado el umbral de su puerta.
La abuela, que fue la abuela siempre, con doce años, en su boda y en su muerte.
Tan antigua, como las casas semiderruidas del casco viejo de Cartagena, si, sin duda, hoy podría ser mi blasón, mi estandarte y mi bandera.
Porque la sensación que yo tengo esta noche, sola en casa, melancólica y aferrada a una foto antigua, ese sentimiento que me inunda de “yo contra el mundo” no es ni nuevo, ni original, y mañana, cuando me levante y vuelva a la carga a otra entrevista, a entregar otro currículum impoluto y a decir “no señor, no soy mona, soy un profesional igual que usted” yo, podría ser Dolores, podría ser “la abuela” . La abuela de una niña, que en sesenta años podría preguntarse cómo es posible que hace apenas unas décadas fuera un problema tener un bebé y trabajar.
Por alguna extraña razón, este último convencimiento me consuela, me proporciona fuerzas “hay cosas que no cambian” me digo, convencida de que yo, tampoco voy a rendirme “y eso, hará que cambien cosas”
Y aun sabiendo que no voy a dormir, que la emoción y la cafeína espantaran a Morfeo, me levanto del sofá, que he dejado húmedo por la toalla de la ducha, y descalza, enfilo el camino hacia la cama.