Teatro y futuro

Cuando se aborda la cuestión de la función del arte en la sociedad, las discrepancias y la discusión, enconada o furiosa incluso, están servidas. Pero si, dentro del marco del arte en general, reducimos el espectro a lo que convencionalmente denominamos artes escénicas –ambigua definición porque casi siempre conlleva la identificación de ‘escénico’ con prefijados modelos de escena/escenario y sus obligadas connotaciones estéticas, que, a su vez, obligan incluso a limitaciones espaciales y de percepción de la propuesta que se ofrece-,

el problema a menudo deriva por otros derroteros que reconducen teorías y atrevimientos –ineludibles y necesarios atrevimientos- por el camino más prosaico de lo posible, lo hacedero. La condición de arte colectivo y efímero y los elevados costes de producción comparados con su amortización o rentabilización en sala, junto con los nulos o meramente testimoniales apoyos institucionales, imposibilitan casi que se pueda producir una continuidad en un trabajo de investigación y búsqueda que dure más allá de lo que la generosidad y el riesgo de jóvenes colectivos – jóvenes como colectivos y jóvenes por la edad de sus componentes- puedan establecer durante cortos períodos de tiempo. Cortos para el propio desarrollo de su trabajo; cortos para la permanencia de los integrantes del equipo artístico empeñado en la aventura, la indagación, la insistencia; y, desde luego, no cortos, cortísimos y a todas luces insuficientes para introducir en la sociedad la novedad de sus trabajos, hacérselos comprensibles, y generar públicos adictos con la suficiente capacidad para defenderlos y establecerlos.

La resistencia a la innovación, como se apuntaba al principio, tampoco es nueva ni sorprendente; es consustancial no sólo con las artes, sino en general con el progreso en cualquiera de sus órdenes, en tanto en cuanto altera la apacible seguridad de lo establecido y en esa medida perturba y confunde a la sociedad que se ve sorprendida y hasta agredida en sus valores estéticos y éticos, pero también de usos y costumbres. En términos sociológicos y antropológicos, podríamos decir que esta resistencia es absolutamente coherente con la prudencia necesaria para la supervivencia que muestra la evolución de las sociedades y aún de las especies mismas.

No es, pues, de extrañar lo difícil que le resulta a cualquier arte escénico en general, y específicamente al teatro, alterar los códigos de comunicación y los contenidos que pretende trasladar al público en particular y, por extensión, a la sociedad en su conjunto. A diferencia de lo que ocurre en otras artes, no se puede hablar de batallas ganadas por los artistas tras su desaparición, no existen los reconocimientos post-mortem, no caben los planteamientos revolucionarios adelantados a su tiempo. Como mucho eso se podría aplicar a la literatura dramática, que, como es sabido, solo es parte del proceso teatral –tremendamente importante y significativa, según circunstancias de lugar y tiempo; pero solo una parte del proceso, mal que les pese a algunos autores empeñados en ser indiscutiblemente el hipocentro generador del hecho artístico-. No; el teatro, si no es solo entretenimiento y distracción del ocio, si no es solo frívolo pasatiempo –con todo lo importante que puedan resultar ambas cosas-, si se entiende como arte, es expresión e indagación absolutamente ligada a su tiempo y precisa de la conexión inmediata con el espectador, espectador que es su expectativa deseada, espectador y expectativa que luego ya no están porque el espectáculo ha desaparecido, se ha ido. Esto se entiende bien si nos referimos a cualquiera de los históricamente grandes ‘autores de teatro’, entendido el término en su acepción actual de creadores de textos dramáticos; Shakespeare podría ser el paradigma en este sentido, ya que su grandeza es indiscutible y goza del raro privilegio como dramaturgo de haber sido capaz de traspasar las barreras del tiempo sin haber perdido vigencia de cara a un público moderno. Sin embargo, va a ser difícil que veamos alguna puesta en escena relevante que no parta de un trabajo dramatúrgico encaminado a acercar formalmente al espectador a unos contenidos que estaban diseñados para ser captados por un público de su tiempo; cualquier otro planteamiento escénico sería tachado de reconstrucción arqueológica apropiada para estudiosos y eruditos, pero inadecuada para un público actual que pasa por taquilla impulsado por intereses más amplios.

Durante largos siglos en Occidente, el teatro ha reconstruido o representado la realidad partiendo de modelos que trataban de imitar el acontecer en el mundo también real. Distintos nombres invocados para entenderse –ismos- etiquetaron luego el código propuesto para esta re-interpretación –entre los cuales uno de ellos fue precisa y directamente el de realismo -, pero lo cierto es que ninguno terminó de romper con un lenguaje que directamente remitía a unas pautas de comportamiento de los personajes que, si bien significaban grandes rupturas en otros campos, eran reconocibles –aunque fueran rechazables- por aquellos a los que se les proponía en su calidad de asistentes al espectáculo. La agitación cultural que se produce durante todo el siglo XX, provoca la aparición de nuevas formas teatrales , algunas de ellas directamente vinculadas al compromiso político y por tanto deudoras siempre de un lenguaje que, aún novedoso en ciertos aspectos, estaba condenado a seguir siendo espejo actuante de comportamientos de fácil decodificación mayoritaria; otras, sin embargo, comprometidas o no socialmente –pero, de ser así, siempre desde una perspectiva más amplia de revolución cultural como motor de progreso-, indagan en los modelos de relación entre el espectador y el actor o la propuesta que se le hace –receptores y emisores-, sus posibles interrelaciones, la ausencia de mensajes, el mundo sensorial, la abolición de barreras espaciales, el subconsciente, la paradoja de comunicar la incomunicación… y u largo etcétera. Todas estas manifestaciones estaban signadas por la libertad; no, no por la libertad, sino, mucho más rotundo todavía, por el ansia y el deseo de libertad, de hacer en libertad, de buscar los límites, todos los límites. Posiblemente la pertenencia a un mundo en el que los límites eran más perceptibles provocaba un mayor anhelo de transgredirlos y llegar más lejos. Y, también por eso, entre el llamado a partir de los sesenta en España teatro comercial y el teatro independiente existían unas claras diferenciaciones que marcaban meridianamente el ámbito de cada uno.

Si el arte existe es, como se apuntaba anteriormente, porque es una expresión humana ligada a su necesidad de conocer y conocerse, porque es constitutivo de su especie la curiosidad reflexiva, y porque forma parte de sus mecanismos de supervivencia la acumulación de datos y la transmisión de acontecimientos. Y dentro de estas formas de transferencia cognitiva una de las más antiguas y que más prestigio tiene es el teatro. Con lo que se quiere decir que la potencialidad vital del mismo parece estar fuera de duda, aunque a veces pueda parecer que se encuentra ciertamente aletargada y a la espera de tiempos mejores.

Es difícil probar nuevas vías en el teatro. Ya se ha dicho que es un arte colectivo, que exige un esfuerzo común, que es difícilmente amortizable. También se ha dicho que el rancio teatro que menudea en las salas de programación oficial no ha contribuido a la aparición de buenos y entendidos aficionados, y más bien ha expulsado a potenciales espectadores que quedan culturalmente insatisfechos, o ha malformado a espectadores haciéndoles creer que el teatro es una prolongación de la subcultura televisiva. No se ha dicho, pero se añade, que es realmente difícil –aunque no imposible y hay buenos ejemplos de ello-, tratar de hacer teatro –bueno y malo-, en el tiempo libre, siempre escaso, siempre sin medios, casi siempre sin credibilidad ante terceros y falto de público suficiente.

Y, sin embargo,… se mueve. Si ha lugar, se lo contaremos en otra entrega.

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Es difícil, desde estas páginas, hacer crítica de algún espectáculo en concreto, dada la periodicidad de aparición de las mismas. Partiendo del hecho de que el firmante entrecomilla lo de ‘crítica de espectáculos’ y que no valora la misma más que como opinión de un sujeto más o menos informado y cualificado que emite diagnósticos desde sus apreciaciones y afecciones subjetivas, aún así, y con estas salvedades, estaría bien poder saludar la esporádica aparición de trabajos que se salen de lo corriente. Esta vez, aunque sea a título informativo, es obligado mencionarles el espectáculo de QTeatro ‘ SA.LO.MÉ’, dirigido por Sara Molina e interpretado por Pepa Robles. La propuesta que hace QTeatro encaja de lleno en esa indesmayable voluntad de buscar un camino propio con el que expresarse a pesar de las dificultades conocidas que van a encontrarse. En un constante diálogo de interrelación entre Sara/directora/autora y Pepa/actriz/muñeca –abajo y encima del escenario- nos proponen una nueva lectura de Salomé a la que van despojando de máscaras e identidades como si fuera una cebolla, todas ellas Salomé pero no solo, hasta que queda un último núcleo tembloroso y tierno, expuesto. Sara/Salomé/Pepa nos lo dicen, están ahí para que les quieran; sobre todo. Salomé enteramente deseante.