Moda y diseño: ¿El octavo arte?

De los semanarios a los seminarios, de los círculos privados de debate femenino a los foros públicos de discusión cultural. Del taller de sastre o de modista, al estudio del ‘designer’. Y todo bajo la tutela del Estado, mediante instituciones específicas adscritas a Ministerios. Ya es primavera en el mundo de la moda, nuestro mundo.

La moda indica “como piensa llevarse adelante el negocio de la moralidad pública”, recuerda Benjamín que decía Eduard Fuchs, historiador del arte y de las costumbres, a comienzos de siglo. Atendiendo al extraordinario interés que suscita el fenómeno de la moda en la actualidad, en el doble plano teórico y de consumo, podemos concluir que el máximo de rentabilidad de la moral está siendo alcanzado por medio de la liberalización de los comportamientos que tienden a otorgar un valor propio y elevado al cuerpo, y que esta inédita libertad respirada -transpirada sería más exacto- no sea en el fondo más que el escaparate de un floreciente negocio, no debe entristecer a nadie. La importancia cobrada por un uso estético del cuerpo viene así determinada por la ‘economización’ de los aspectos eróticos de la existencia, y que el erotismo libre de franquicia, el estímulo erótico, que es finalidad si no única sí importante en la moda, arroje dividendos a la industria y beneficie al Estado que su desarrollo ampara -“Moda de España. Búscala”- aliviando tensiones y desviando las iras del ciudadano de otros lugares donde la política represiva se mantiene innegociable, en nada resta el placer de ver las calles convertidas en mercado de intercambio de señales eróticas, o animadas galerías de un nuevo arte ambulante.

Por otro lado, (las tendencias de la moda actual -lo cual es un hecho positivo remarcable- tienden a marginar la tradicional función de toda moda como distintivo de clase), como exponente de la división social. Ni el sombrero ni la corbata identifican hoy a su usuario como miembro de la clase privilegiada, y el pantalón de pana o el jersey de lana holgado, ya sabemos que no garantizan la fidelidad proletaria de un futuro dignatario. Tirantes, gabardinas o americanas, alpargatas, cazadoras y vaqueros, se reparten indistintamente por los cuerpos de la cada vez más achatada pirámide social. El intercambio de referentes conlleva la pérdida de la referencia de la imagen -referencia económica-político-social- y la máxima uniformidad llega, paradójicamente, de la mano de la máxima disformidad, del ocaso del “uniforme como símbolo de clase.

Vestir moda -moda que es ecléctica, aleatoria, heterodoxa e interclasista- es algo privativo de aquellos que disponen de dinero, sentido estético, autopercepción del cuerpo, deseo de agradar externamente -las diferencias ideológicas tienden a minimizarse en un estado de opinión consensualizado por los medios de comunicación de masas-, ganas de vivir intensamente el presente -las aciagas previsiones futuristas y el descrédito de los discursos emancipatorios fuerzan esta conciencia del ahora como tiempo absoluto-, vestir moda es algo, pues, privativo de un 90% de la población, apuntando por abajo.

Es esta una sociedad que desea, que desea más sus deseos que el objeto de los mismos, que consume y se consume en el deseo de consumir, y que, por lo tanto, exige la infinita variedad en los objetos, fácilmente adquiribles y rápidamente agotables, forzando a la industria a un cambio constante en los productos de moda y, consecuentemente, a un esfuerzo creativo, imaginativo, sin precedentes históricos, que redunda -poco importa ya el origen capitalista alienador de este beneficio, poco su artificiosidad, poco la reducción del valor artístico en sentido tradicional en favor del incremento de la presencia, en la omnipresencia, del arte en la vida cotidiana (según una visión “integrada”, anti-apocalíptica del arte, por usar términos de U. Eco), en favor de la extensión del culto a la belleza sensible a todos los aspectos de la vida (pues todos ellos vienen hoy mediados por los mass-media y el consumo). Es éste el carácter efectivo-positivo de la moda.

Camino de fin de siglo, la moda se configura como el hecho estético más pujante. Si el arte del vestido no fue nunca hasta ahora más que un arte menor, subordinado al también secundario arte del buen vestir, cuyos dictados procedían del arbitro de la moda, el dandy y la elegante de oficio, en la hora presente, este arte mínimo pronuncia su discurso de ingreso en la academia de las grandes artes, mientras su indecorosa musa, beatificada, asciende a los cielos neo-paganos de la cultura actual. Pero, que la moda se reclame un arte, o que se pida por ella tal elevación de categoría, no significa que aspire a hacer su entrada en museos y salas de exposición. Más bien quiere decir que, en consonancia con las transformaciones sustanciales que ha experimentado el arte en las últimas décadas, y que obligan a trazar de nuevo su topología y a someter a redefinición sus contenidos, de acuerdo a una renovada sensibilidad socio-cultural, que pocos dudan ya en calificar, con las debidas cautelas, de pos-moderna, la moda ha venido a coincidir tendencialmente en un mismo punto con el devenir de las artes. No ha sido ella quien -como el cine o la fotografía- pretendiese encaramarse al pedestal del arte, sino el arte mismo el que hasta ella se ha acercado para investirla y convertirla en paradigma de su propio destino.

El arte ejemplifica en nuestros días, mejor que cualquier otro indicador social, la conciencia generalizada de la pérdida de la fe en el progreso, fe característica de la modernidad, y todavía focalizadora del quehacer artístico de algunos movimientos de principios de siglo (futurismo italiano, dadaísmo centroeuropeo, constructivismo ruso). Esta fe se cimentó sobre la categoría de lo nuevo. Ser moderno significaba afirmar la superioridad de lo nuevo sobre lo antiguo, condición imprescindible de un progreso hacia mejor, y la quiebra de esta escala de valor apresura el advenimiento de la época poshistórica o posmoderna, como ha dado en llamarse desde los estudios recientes, pero ya clásicos de Lyotard, hasta los más recientes del pensamiento italiano, época que deja en suspenso el ideal de progreso y los discursos en los que se encarna. El arte actual -posmoderno- traduce esta situación, desechando las nociones rectoras de ‘innovación’, “originalidad” o.’superación’, orientándose hacia un eclecticismo paródico de la Vanguardia histórica, de la que recoge sus formas despojadas de todo contenido y de todo énfasis ‘futurista’, formas rigurosamente vanguardistas que consagran la idea de un arte descentralizado, sacado fuera de los cauces tradicionales de la expresión artística -materiales, medios y lugares- (happennings, performances, body-art, video-art…), un arte que autosuprime su especificidad para constituirse en experiencia integral indiscernible de la propia vida, de la acción humana. En conjunción con el desarrollo de nuevas posibilidades técnicas (cuyos primeros efectos sobre el arte fueran descritos con precisión por Benjamín a la altura de los años 30) y de los medios de comunicación de masas, que hacen posible la reproducción y difusión a gran escala de la obra -la multiplicación de su imagen o del objeto mismo-, el disfrute-influjo del arte ha pasado a convertirse en acontecimiento cotidiano, que impregna o acompaña la realización de cualquier actividad, dando así lugar a lo que Vattimo ha llamado “estetización general de la existencia”. El arte ha muerto y renacido bajo una nueva máscara. Todo, o casi todo es susceptible de calificación como hecho estético.

No resulta difícil explicarse, en estas condiciones, el auge inusitado de la moda en nuestros días, y su previsible aumento para los próximos años. El arte descontextualizado, desrealizado, encuentra en el individuo mismo el soporte idóneo para plasmar su idea de expansividad, de no limitación a espacios asignados. La estetización ingente y su irradiación saturadora a través de los mass-media, así como la legitimación de actitudes ‘irresponsables’, no encauzadas a la consecución de fines trascendentes al individuo, una vez puesta en entredicho la idea de progreso, que condenaba tácitamente la excesiva atención a aspectos superficiales, personales, no provechosos, esto es, el avance de un fuerte componente ético hedonista-individualista, crean el clima favorable para, sino el culto, sí la valoración positiva de la belleza corporal externa, para la apreciación de la moda, de lo bello, el arte, en el vestir.

Pero la redefinición del papel y sentido del arte, hasta el punto de extenderse para abarcar la moda, obliga a una redefínición de la moda misma. Más aún, la moda deja ahora de ser tal. (Moda es modernidad, su raíz léxica es la misma, es, por lo tanto, pretensión de novedad, de innovación, de progresión). Cuadrando más con una incipiente sensibilidad pos-moderna, la moda hoy en día revela la misma tendencia que las artes tradicionales hacia el eclecticismo, hacia la variación no innovadora, la repetición, la circularidad, la recuperación de elementos del pasado o de culturas ajenas, el continuo revival, cuando no a la burla, el simulacro, la hiperbolización o desfiguración de antiguos componentes indumentarios. La moda en sentido propio llega a su fin, de forma paralela a la finalización por agotamiento del arte en sentido propio. Ya no se viste moda sino diseño (como recuerda diariamente Manuel Pina desde el ombligo de una modelo), diseño que, como forma de arte, participa de sus mismas características.

La estetización vital en la cotidianeidad del fenómeno artístico, hace y hará cada vez más prescindible al artista estrictu sensu, al genio creador, que delega sus inmemoriales funciones a una legión de creativos más cercanos a la fábrica que al museo. A su vez, el tradicional espectador, metamorfoseado en consumidor de diseño, se convierte en usuario directo de este arte, no siendo ya sólo su ojo el que da vida a lo bello en la contemplación distanciada, sino su cuerpo, que lo porta sobre sí.

El mundo de la moda ha dejado de ser un submundo más. El mundo de la moda es nuestro mundo como un todo. El arte de la moda no es un arte entre otros. El diseño es el último resplandor, último rostro, del arte total. La posmodernidad no es una moda efímera, sino la época del fin de las modas, y el diseño en alza un síntoma destacado que permite diagnosticar su existencia. Para acabar, decir tan sólo, que frente a las fastidiosas visiones huxleyanas de un siglo XXI de sobrios uniformes mono-colores, cabe augurar por lo dicho, muy al contrario, que las décadas siguientes nos traerán el triunfo de la heterodoxia y la variedad en el vestir, el pensar y el actuar, a la espera de que el diseño se introduzca también de lleno en la política estatal, y la creatividad e imaginación ilimitada inspiren el corte del patrón de un hermoso proyecto de futuro.