La voluntad de la cultura frente la paradoja de la incomunicación social (I)

Resumen:

La etapa en la que nos hallamos se caracteriza por una sobreabundancia de información que no se traduce en unos mayores niveles de conocimiento global. Hay más posibilidades de acceso, pero también hay más saturación, más movimientos sin orden de datos y de acontecimientos que, sin el debido contexto, no se entienden, no se comprenden del todo, que aún es peor.La comprensión, ante todo este caos, ha de venir de la cultura, de la formación, de ese mundo de las ideas que nos puede permitir tomar auténticas opciones desde la libertad individual y colectiva. El reto es importante.

Abstract:

The stage in which we are situated is characterized by an overabundance of information that is not translated in a few major levels of global knowledge. There are more possibilities of access, but also there are more saturation, more movements without order of information and of events that, without the due context, are not understood, there are not understood completely, what is still worse. The comprehension, in front of all this chaos, has to come from the culture, from the formation, from this world of the ideas that can allow us to take authentic options from the individual and collective freedom. The challenge is important.

La era de la comunicación tropieza con demasiada soledad. Hay una contradicción en sí cuando aseveramos este planteamiento que, por desgracia, es verdad. Asumimos los papeles que nos tocan con prisas y competencias que desdibujan las caras que quisimos tener de pequeños. Conformamos otros árboles, otras ramas, un exceso de objetivos e intereses en los que no nos reconocemos. Lástima.

La valentía se presenta en forma de premuras que rompen los diseños con los que soñamos y que no cumplimos ni cumplimentamos por falta de entrega y de tiempo, que siempre se diluye, porque nos hemos empeñado en ello.

Comunicar implica muchos procesos y elementos dentro del procedimiento global. Debe haber mensajes estipulados o no, con códigos más o menos comprensibles, debe haber voluntades en los emisores y en los receptores, debe haber movimientos de ida y de vuelta, con efectos, consecuencias, planteamientos previos y resultados, con gestos, con proxémica, con una metalingüística, con unos resortes que nos conduzcan por vericuetos llenos de sensaciones más o menos objetivas. Ha de darse mucho dinamismo. Se trata de un proceso exultante.

También debe haber amor. Decía San Agustín, y más tarde Santo Tomás de Aquino, que con la estimación basta para que el mundo y sus condiciones se alíen con nosotros. No sé si es así, pero lo cierto es que es un magnífico punto de partida. El cariño rompe muchas barreras y no deja fronteras pues fomenta la cercanía, que es sinónimo de comunicación.

Las ciudades se llenan de gentes, de personas que no se miran (sin mirada no hay comunicación, no hay entendimiento). Y se colmatan de ruido, de obstáculos en el flujo comunicativo: las prisas, los intereses creados, las distancias cada vez mayores, los ahogos económicos, el querer ganar siempre, las carreras por la nada, el deseo de llegar antes al océano de las dudas, que aún nos generan más lejanías… Es todo un bagaje estremecedor.

El proceso de crecimiento vital de la persona se basa en la comunicación. Hay un momento en que olvidamos esto, que es como olvidarnos de nosotros mismos, de nuestras esencias, de cuanto somos. Pensar es fruto del intercambio de ideas, de pensamientos, de consideraciones. La meditación y la comunicación se consiguen dándonos a conocer y tratando de conocer al otro desde el respeto y la altura de miras. Como todo en la existencia humana, esto que decimos se consigue con práctica, con mucha práctica, con mucho tesón. Es cuestión de animarse.

En el abismo narrativo

La vida es un conjunto de ciclos en los que hemos de mantener una media aceptable. No quiere eso decir que no podamos equivocarnos. Claro que podemos. De los errores se aprende y mucho. Tampoco queremos decir que vivamos exclusivamente de los éxitos y de viejas glorias, si alguna vez las cosechamos. Hay que buscar, en todo caso, ese ritmo tranquilo y sosegado, que a menudo puede estar salpicado de prisas y de aceleraciones. Somos humanos, y hemos de demostrarlo. Mucho consuelo nos puede otorgar, e indefectiblemente nos proporcionará nuevas perspectivas.

Lo que, sin duda, no es defendible es que nos mantengamos en una frontera de excesos, de estridencias permanentes, de controversias complicadas que pueden hacer, y, de hecho, hacen de las existencias cotidianas unos cursos tristes, demagógicos y rotos por estampas colmadas de frustraciones y de melancolías. No hay más que mirar al interior de muchas personas y contemplar, por desgracia, lo que señalamos.

Oteemos un poco los medios de comunicación, y observaremos, en ese espejo, “el Callejón del Gato” de Valle Inclán. Duele ver tanta habladuría, tanto enfrentamiento, tantas palabras de dolor, sufrimiento y pena, tanta distancia en el plano corto, tan pocas miradas de consenso y de complaciente entendimiento… Las hay, evidentemente, pero no las mostramos. Conviene que lo hagamos, como conviene que nos digamos que nos queremos, porque estoy convencido de que es así, de que hay más amor en el mundo que odio. No dejemos para otros días venideros las panorámicas de cariño y de entrega sincera que tanto placer nos pueden regalar.

Cuando nos dedicamos a dar cuenta de tantos abusos cometemos, puede que sin caer en la cuenta de ello, esa distorsión y ocasionamos esa fractura que puede consistir en que una parte, en este caso negativa, parezca el todo de la sociedad, cuando no es de esta guisa. Los excesos, cuando son las reiteradas señas de identidad de un momento social, no son buenos. Que los difundamos tanto como ejemplos o modelos, aunque no lo hagamos con esa intención, no es una opción óptima, no lo puede ser, pues recordemos que los mejores períodos históricos son los que han publicitado las excelencias de sus artistas y de sus adelantados en los más diversos ámbitos, ya fueran el científico, el filosófico, el musical, etc.

Cuando las garras de algunos sucesos laceran nuestros intelectos y endurecen algunas almas, deberíamos preguntarnos por el coste que ello tiene. Seguro que, como decía el poeta, alguien tendrá que pagar por la pérdida de tanta inocencia. Todos y todas. Quizá estemos en una frontera demasiado extendida y con muchos excesos. Arbitremos consensos.

La existencia como es

No hay nada mejor, cuando hablamos de comunicación, que la que ejercemos en directo, esto es, cara a cara. Aquí no hay trampa ni cartón. Tienes a tu público, contemplas su retroalimentación, puedes entender, si quieres, su interés, su empatía o antipatía, su comprensión, su perplejidad, su asentimiento, su versatilidad, todo cuanto es o debería ser… En la comunicación presencial, si somos honestos, y en eso la cara y el rostro nos dicen muchas cosas, podemos advertir si llegamos al auditorio, o si, por el contrario, hay una distancia mayor que el propio espacio físico en el que nos hallemos. Es difícil fingir en esta índole de procesos.

Por eso, precisamente, esta comunicación a la que ahora nos referimos es el gran reto, el gran desafío, el gran aprendizaje, lo mejor de lo mejor. En las fórmulas de cara a cara no caben dobleces, no caben ambigüedades, pues, en cualquier momento, veremos si están de acuerdo o no con lo que decimos, y también podremos contemplar si somos capaces de llamar la atención y de despertar el interés, o si, por desgracia, no somos lo suficientemente habilidosos o atractivos para llegar a los que tenemos delante. Se palpa en el ambiente cuando hay comodidad y cuando se cuentan cosas útiles e interesantes no solo para el emisor sino en paralelo para los receptores.

Además, no dejemos en saco roto la circunstancia de que, en este tipo de interconexiones, se aprende mucho. En primer lugar, se ha de saber lo que se quiere contar y cómo hacerlo. Hay que tener ideas, aprender a hilvanarlas y a mantener el ritmo, que no ha de detenerse en cuestiones baladíes. Lo accesorio puede aparecer como una anécdota, pero no podrá ser el todo, o bien el riesgo es no entusiasmar.

Hemos de comprobar, igualmente, y en todo momento, lo que hacemos, si captamos la atención, si vamos por buen camino, si se nos entiende, si el público sigue con pasión o con desidia lo que narramos: todo se ha de “baremar” con el objetivo de chequear constantemente si llegan los mensajes que tenemos previstos.

Claro que hay errores en este tipo de comunicaciones. Lo raro sería que no los hubiese, pero también estos posibles equívocos contribuyen a dar más naturalidad al mensaje, y, por lo tanto, más credibilidad también. Al mismo tiempo hemos de tener unos sanos reflejos de rectificar cuando erramos o cuando no nos damos a entender suficientemente. Para eso también hay que estar muy atentos.

Si tenemos en cuenta los “pros” y los “contras” de la comunicación en directo y cara a cara, personalmente creo que es la mejor. Es, asimismo, la base del resto de relaciones y de negociaciones, pues tiene en cuenta todos los grandes niveles en la comunicación, que se engloban en los afectivos y racionales, por decirlo de manera resumida. La vida, señoras y señores, es comunicación. Ésta es una buena referencia. También lo es decirlo cambiando los términos: la comunicación es vida. Cuando es en directo todavía nos adentramos más en las esencias relacionales, y podemos decir con toda claridad que el directo, que el directo comunicativo, es la misma vida.

Estar atentos a lo que ocurre

Nos repetimos día tras día que ésta es la era de la comunicación, y que, por saturación, a menudo se produce la paradoja de la incomunicación. No sabemos del otro, porque, cuando nos habla, no le escuchamos lo suficiente. Al otro le pasa igual. También es cierto que vendemos tanta superficialidad que dejamos a un lado lo verdaderamente importante. Puede que contemos qué somos, pero no quiénes somos. No queremos perder el tiempo, nos indicamos, o bien preferimos optimizarlo de maneras que nos hacen, en realidad, no aprovecharlo como deberíamos.

El atender al otro, al vecino, al conocido, al que pasa diariamente por nuestro entorno, es básico para que sepamos lo que piensa, lo que le preocupa, lo que nos podría identificar con él, o a él con nosotros. Sin esa cercanía es difícil que conectemos con él, o con ella. Son las prisas, son esas premuras, según nos decimos, las que hacen que no demos con las claves del acontecer cotidiano. Es una media verdad. Así nos va.

Sacamos partido urgente a lo que nos parece rentable e importante en el deambular diario. Otra vez las prisas por llegar. Lo que ocurre, por desgracia, es que hemos cambiado los patrones culturales y educativos, y nos parece relevante lo que sin duda no lo es tanto. Por eso surgen tantas melancolías y frustraciones en nuestras existencias, porque, como dice el protagonista de “El Protegido”, no hacemos lo que querríamos.

Un primer paso es, por ende, qué sepamos lo que queremos hacer. Para tal aprendizaje hemos de empezar por nosotros mismos. Conviene que escuchemos a nuestras conciencias y corazones, y que no queden los sentimientos postergados o escondidos por las dichosas prisas o por éxitos que no nos satisfacen tanto como pensamos, o decimos…

En el mundo de la comunicación, de la saturación, del aprendizaje perpetuo, igualmente de la incomunicación, de las posibilidades de información, el silencio para escuchar a los otros puede ser una base para recuperar una posición más pre-activa en el proceso de intercambio de ideas, de datos y de experiencias. Probemos hoy mismo, que es cuestión de hábitos, de desarrollarlos, claro.