¿Tecnologías versus consumidores?

Cada vez que ha llegado un invento a nuestras vidas, a las de los seres humanos, ha surgido la controversia, la polémica, y ha habido, como no podía ser de otro modo, diferentes interpretaciones. Las quejas por los nuevos artilugios relacionados con los flamantes sistemas de comunicación crecen. Somos muchos lo que usamos esos instrumentos que, al menos en teoría, facilitan nuestras vidas diarias. Lo malo es que los excesos nos distancian luego de la realidad más factible y hermosa.

El ser humano, sencillo en sus deseos, es complicado en su factura, a la hora de llevarlos a cabo. Si dudamos de este aserto, no tenemos más que repasar nuestra actividad cotidiana.

Cada vez pedimos tener más y más cosas, algunas inservibles incluso, pero, cuando nos vienen, lo que ocurre es que nos falta tiempo para apurarlas, para disfrutarlas, para compartirlas. Es una pura contradicción. Pasamos de un programa de ordenador a otro, de un software a otro, de un GPS a otro más moderno, más eficaz, más llamativo, más fácil de manejar, o eso nos dicen. Todo es progresar en lo material, que está bien, pero sin excesos. No son buenos, nunca lo han sido.

Las relaciones con las personas, con el tiempo mismo, con las empresas, con la sociedad, con aquellos que nos conocen y con aquellos otros que no saben de nosotros tanto, se basan en aparatos modernos de telecomunicaciones, en esas imponentes tecnologías de la información y la comunicación que nos proponen palabras y entendimientos hasta hace nada impensables. La última década sí que ha sido prodigiosa. Todo avanza aceleradamente, y también, claro, nuestras vidas. Por ello, un primer motivo de queja es la falta de tiempo y de tranquilidad por ventura y gracia -que no nos hace demasiada- de las nuevas máquinas.

Se producen situaciones de estrés, también de estrés ocular (eso dicen nuestros cuerpos, y los médicos), y siempre nos reiteramos que vamos a descansar para incumplir de nuevo, como en aquel viejo poema, la palabra dada.

Busquemos el equilibrio en todo

Nos perdemos algunas infancias, quizá demasiadas, viendo una PlayStation que reproduce una vida, una actividad, una historia, que no es la nuestra, no al cien por cien. Nos apoderamos de conocimientos que no son nuestros al completo. Nos entusiasmamos con simulaciones de conquistas imposibles, antes soñadas, y que ahora ni eso, ni las soñamos: las vemos por ordenador. Parece que nos basta. Nos sentimos a menudo insatisfechos por tal motivo, y lo experimentamos (¿A que sí?). El etcétera es largo y tendido de sabores agridulces.

Mientras, ocurren cosas, algunas de las cuales podemos seguir gracias a Internet casi en directo, o, un poco más tarde, de manera diferida. Hay certámenes flamencos, hay literatura, que también nos llega por la Red de Redes, en algunos casos, si queremos en otros, hay un mundo de imágenes reales a las que no debemos renunciar por las virtuales (cuando menos, hemos de procurar que haya una vida en lo personal y en lo social pletóricamente desarrollada y en equilibrio). Nos vale, eso sí, que endulcemos la tecnología con un rostro humano y solidario, con una imagen acorde a una sociedad plural y respetuosa.

No debemos aceptar, desde el inmovilismo o el consentimiento apático, unas tecnologías que invitan y permiten un desarrollo integral del ser humano únicamente si somos capaces de interpretarlas, de dosificarlas, de vivirlas con la armonía que señalaba Aristóteles. Somos, sin duda, amigos y amigas, algo más que consumidores de tecnologías, de informatización y de nuevas posibilidades en multitud de terrenos. Si lo vemos, si lo interiorizamos, si lo advertimos con mesura y con tiento llegaremos a dar con la clave de esta nueva revolución cultural que supone Internet. Hemos llegado, como señalan autores como MacLuhan a los estadios más altos de la ciencia y de la tecnología. Sin duda, la gran revolución humana está gestándose en estos albores del Siglo XXI. Nadie ignora la importancia de la etapa que estamos viviendo. Ahora resta, a decir de escritores como Saramago, humanizar tanta sabiduría, ya que, como destacó Shakespeare, no es suficiente tenerla para ser sabio.