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Entrevista con Antonio Campillo:“Es posible que yo naciera escultor”

Quizás fuera la lluvia, la escasa e imprevisible lluvia murciana, la culpable de inocular en Antonio Campillo la pasión por moldear las formas, por conseguir sacar al exterior esos hálitos de vida que parece adquirir en sus manos cualquier material.Mientras la mayoría de sus amigos se entretenía en lanzarse bolas de barro, él lo veía como un excelente material para modelar los motivos que le rondaban en la cabeza: ‘Es posible que yo naciera escultor. Siendo muy niño, recuerdo que, con el barro que quedaba en los azarbes cuando llovía, yo me entretenía ya en hacer figuritas’.

Sus obras, personales y auténticas como pocas, pueblan calles y museos; iglesias, centros oficiales y jardines. Una obra importante en número, pero, sobre todo, en calidad, que ha entrado también en las casas particulares –‘los escultores tuvimos que empezar a hacer obras de pequeño tamaño para poder entrar en los hogares’-. Sus matronas, sentadas en mecedoras o pedaleando despreocupadamente, tan ligeras de equipaje como aspiraba a marcharse el poeta, se han convertido en mudos testigos de muchos de nuestros paisanos.
Sus maestros    Fue el maestro de un Antonio Campillo aun muy niño, uno de los primeros en sorprenderse de sus habilidades y, desde luego, la primera persona que le animó a emprender un camino que no abandonaría nunca: el de la escultura. Y es que, con apenas siete años, Campillo había elaborado un completo belén en el que demostraba ya pericia e imaginación, no sólo para ejecutar las figuras, sino, incluso, para encontrar incipientes sistemas para sostener sus miembros y cabezas con diversos trozos de ramas y palillos.

Ese maestro no era otro que Manuel Fernández-Delgado Marín-Baldo, que no dudó en matricular a Antonio Campillo en la Escuela de Artes y Oficios. Allí aprendió los principios elementales de una técnica que después manejaría con la pericia de los maestros. Sin embargo, los primeros pasos como escultor los dio de la mano de otro insigne artista: Juan González Moreno. ‘Era el mejor escultor. Ahí está su obra para demostrarlo’.

Con González Moreno, Campillo aprendió todo sobre su oficio, desde lo más elemental, como él mismo dice no sin cierta socarronería: ‘Lo primero que aprendí fue a cerrar puertas, algo que no iba con el espíritu que me habían inculcado mis padres que, como se solía hacer en la huerta, tenían siempre las puertas de la casa abiertas’. También aprendió a barrer en el estudio del veterano escultor este aprendiz que, en aquellos primeros años, probablemente se preguntaba qué tenía que ver la escoba con el cincel. Era el peculiar sistema con el que González Moreno fue acercando a aquel niño a un oficio que requería tesón, esfuerzo y método. ‘Lo cierto es que allí aprendí el nombre de cada herramienta y cómo se utilizaba cada una. Aprendí todos los detalles del oficio: a calentar la cola, a hacer jabón’…

    El proceso, sin embargo, distaba mucho de estar constituido por clases magistrales, lo magistral era su carácter eminentemente práctico: ‘En el taller no se decía nada, sólo se trabajaba, y yo tenía que estar con el oído y los ojos abiertos para aprender’.    Aquel niño, se lastimó las manos en no pocas ocasiones, pero, viendo a su maestro sacar esplendorosas formas a los materiales más diversos acabó dominando el cincel y la escarpia: ‘Juan no cerraba las puertas del interior de su estudio, podías recorrerlo por donde quisieras, hasta el mismo taller de modelado del escultor, el auténtico Sancta Sanctorum del lugar’.

‘Mi escultura es un reflejo de mi personalidad’

Eran los duros años de la posguerra. Pronto, a mediados de los años 40, Campillo marchó a Madrid con una beca, donde completó su formación en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando.

Campillo domina el retrato a la perfección, se siente cómodo copiando gestos y actitudes que plasma con habilidad en sus esculturas: ‘A mí me ha gustado siempre hacer retratos’, asegura Campillo. Sin embargo, sus retratos -dispersos en multitud de colecciones por toda España- no se encuentran entre lo más conocido de su obra. Campillo, realizó muchos en su primera época, pero no tardó en volcarse en la temática religiosa. En este terreno, el escultor intentó realizar una obra que, respetando a los maestros más clásicos, fuese, al mismo tiempo, rompedora con la tradición murciana. Numerosas iglesias de la región se ufanaban de contar con imágenes religiosas suyas. Son vírgenes desprovistas de adornos, de una sencillez que apasiona y desconcierta a la vez; niños que sorprenden, flotando ingrávidos ante la madre: ‘En mi época de juventud hice mucho arte religioso, pero a raíz del Concilio Vaticano II, esta temática decayó mucho. Las iglesias ya no me encargaban cosas, y decidí irme a Madrid, donde empecé a hacer arte profano’.

Forma y materia

Barro, madera, bronce… los materiales más diversos carecen de secretos para Campillo, que sabe extraer auténticas melodías del interior de unas materias aparentemente inertes y mudas. El barro fue el primer material que utilizó: ‘Es lo primero que cualquier niño escoge para realizar sus figuras, yo aprendí a modelar en barro. Después aprendí a manejar la gubia y a hacer figuras en madera, también en cera, incluso en plastilina, Posteriormente he trabajado en escayola, un material con el que me encuentro muy cómodo’.

Y es que, asegura Campillo, ‘cualquier cosa, cualquier materia, se puede modelar’. Aunque no todas ofrecen los mismos resultados: ‘Cada materia produce una textura diferente –asegura-, pero no me gusta el material demasiado blando, prefiero los materiales más duros, los que se te resisten, los que se te enfrentan, los que se te ponen bravos’, dice Campillo, que afirma, no obstante, que el material con el que se ha sentido más interesado últimamente es la escayola, que suele modelar directamente.

Viéndole tratar, reducir, troquelar, modelar, en suma, escayola, piedra o madera, se asiste a una suerte de inusitada conversación entre materia y artista, entre esa especie de eterno nasciturus -simple aspirante a criatura- y su creador: ‘Hay que saber cuándo hay que parar, a veces es la materia misma la que me dice que ya se le ha sacado todo el partido que se le puede sacar a algo, que la obra ya está terminada’. 

‘Prefiero los materiales duros, los que se me enfrentan’

“Voluntario anónimo” 

 Antonio Campillo colabora en el premio Voluntario Anónimo desde hace seis ediciones, un premio convocado por el Vicerrectorado de Extensión Cultural y Proyección Universitaria que, año tras año distingue a una persona por su trabajo en pro de los necesitados y marginados. Hace seis años donó una escultura suya para premiar al galardonado. Desde entonces, en ninguna edición ha faltado una de sus obras, que se ha convertido en el sello de la casa, en la seña de identidad de un premio auténticamente solidario.

Nunca pensé en nada que tuviera que ver con el voluntariado, pero a raiz de mis primeros contactos con el premio ‘Solidario anónimo’ me vi metido en un mundo mágico, con gente muy interesante. Este mundo es como una trampa de la que no puedes salir, te quedas enganchado. Detecto unos sentimientos muy profundos en todos los que colaboran en torno a este premio y, por supuesto, en los premiados. Es gente que se vuelca en ayudar a los demás. Esto constituye una labor muy importante, se trata de algo encomiable, una labor que merece un gran respeto.

La primera vez que dieron una escultura mía como premio para el Solidario Anónimo fue para una señora. Cuando la vi coger el premio, observé que lo cogía con una gracia, con un cariño muy especial. Aquello me enganchó. Y hasta ahora, que voy por el sexto año.

 Mujeres de nuestra tierra

En los años de su plenitud artística y personal, Campillo realizó una serie de viajes al extranjero: Francia, Alemania, Italia… El encuentro con el arte italiano fue definitivo para el escultor, que se sintió imbuido por un arte rico y vital: ‘Me interesó mucho la escultura mediterránea, que posee un aspecto voluptuoso muy acentuado, muy diferente de la que pueden tener las esculturas de los países nórdicos’. Ese carácter voluptuoso se encarnó en el cincel de Campillo en forma de voluminosas mujeres, que observan satisfechas al espectador que fija la mirada en ellas. Son formas carnales en toda la extensión de la palabra, rotundas –‘Yo represento la mujer mediterránea, robusta, con presencia física’-, pero próximas, relajadas y felices, en las que Campillo expresa su pasión y la sabiduría de una técnica que domina a la perfección.

Pese a su opulencia, se trata de seres delicados, exquisitos, elegantes. Así las intenta transmitir Campillo, que reconoce que se trata de modelos recogidos de la realidad más cotidiana: ‘A mí me ha servido mucho observar. Estas señoras especialmente voluminosas son mujeres que yo veía en la playa, en el Mar Menor’.

Humilde y directo, como los verdaderos creadores, Campillo no intenta pontificar con su obra ni promover grandes mensajes: ‘No he pretendido nada especial con mi escultura, para mí constituye, simplemente, una necesidad, la necesidad de dejar plasmada una idea y mostrársela a los demás’.

Sus manos son fuertes, nervudas, precisas, curtidas a golpe de escoplo y de cincel. Liberadoras constantes de una materia que parece negarse a que alguien irrumpa en su esencia, en ese ser que se empeñan en ocultar en su interior con especial celo hasta que manos como esas lo hacen aflorar.

Asegura que esculpe porque siente necesidad de ello, pero no pretende agradar al espectador: ‘Nunca he hecho nada para intentar agradar a nadie’, afirma Campillo, que asegura que ‘Mi escultura, como ocurre en la obra de cualquier artista, es un reflejo de mi personalidad’.