En la muerte del filósofo Jacques Derrida

La reciente desaparición del filósofo francés Jacques Derrida (Argel, 1930-París, 2004) ha dado lugar a reacciones valorativas muy diversas. La ocasión ha dejado ver en efecto una vez más la embarazosa perplejidad con que buena parte de la cultura universitaria canónica se confronta con un pensamiento y una obra cuya originalidad ha marcado indiscutiblemente el horizonte teórico de la filosofía en el último tercio del siglo XX y los comienzos del nuevo milenio.Con frecuencia se ha querido limitar el alcance del pensamiento y la obra de Derrida a través de una abusiva interpretación nihilista del giro desconstructivo que aquél ha querido introducir de manera sistemática y metódica en filosofía a partir de una elaboración muy novedosa de argumentos y motivos gramatológicos. Se quiso ver en la desconstrucción una puesta en práctica básicamente destructiva de un escepticismo radical de raíz nietzscheana frente a los conceptos clásicos de ser, verdad, racionalidad y objetividad.

De ahí la fama, la relativa mala fama de Derrida en muchos ámbitos académicos como personalidad esencialmente disolvente e incluso irresponsablemente anárquica en el trabajo intelectual. Este tipo de crítica alérgicamente reactiva se ha extendido especialmente a partir de una determinada influencia de los motivos derridianos en la esfera de los estudios literarios, muy visible en la cultura anglosajona desde los años ochenta. Aquí la fiereza en la defensa del canon de la clasicidad (a lo Bloom o a lo Steiner), frente a la presunta irrupción anárquica y salvaje de los procedimientos de lectura e interpretación de los textos literarios propiciados por la desconstrucción, ha mostrado con frecuencia un apasionamiento dogmático que apenas puede disimular su carácter sintomático. El caso es que cualquier aproximación directa y no prejuiciosa a los escritos y al magisterio de Derrida puede desmentir la invocada interpretación nihilista de su legado. Por el contrario, este pensamiento manifiesta en primer lugar una característica potencia teórica que lo sitúa en las antípodas del llamado “pensamiento débil” que suele ligarse a los movimientos postmodernos. Por otro lado, Derrida ha asumido con mucha radicalidad la vieja tarea del filósofo de pensar la propia época, y más en concreto, las aporías de la época. Resuena en esta obra una enérgica apelación a la responsabilidad política del filósofo ante las dificultades de la democracia en la época de la globalización. A esas dos dimensiones, teórica y política, al menos, quisiéramos apuntar aquí, no sin recordar que esta magna figura mundial mantuvo fecundos vínculos con la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia.

Derrida empezaba a ser una celebridad intelectual mundial cuando vino por primera vez a Murcia, en 1990. En aquella ocasión pronunció una conferencia titulada “Moscú, ida y vuelta”, que partía de conocidos textos de Gide y de Benjamín acerca de la revolución del 17, pero que se abría interrogativamente ante el acontecimiento reciente entonces del derrumbamiento de la URSS. Su segunda intervención en Murcia –fue en 1994- también permitio ver el compromiso de Derrida con las situaciones humanas radicalmente nuevas a las que da lugar la tecnología de la reproducción asistida: en este caso las nuevas figuras de la paternidad, la maternidad y la filiación que produce la “madre portadora”. Más recientemente, en 2001, tuvimos ocasión de escuchar sus reflexiones sobre las nuevas responsabilidades intelectuales y políticas del medio universitario, en lo que él llamaba “la Universidad sin condiciones”. Estos vínculos con la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia se han visto confirmados en la revista Daímon , que ha publicado un número monográfico (nº 19, 1999) dedicado a su obra, en el que se incluye un texto inédito original del filósofo francés.

La primera etapa de la trayectoria de Derrida está marcada por una recepción crítica de la fenomenología de Husserl, en significativo contraste con la versiones existencialistas dominantes de esa tendencia en la Francia de la época (el estilo fenomenológico-existencial de Merleau-Ponty y Sartre). Derrida se interesa desde muy pronto por cuestiones fundamentalmente ontológicas y epistemológicas acerca del origen de la verdad y la objetividad, y acerca del juego de la diferencia y la temporalidad en la presencia del presente viviente. De ahí que sus lecturas e interpretaciones de Husserl, que alcanzan su máxima expresión en La voz y el fenómeno (1967), explorasen críticamente los supuestos metafísicos logocéntricos del intuicionismo fenomenológico en una línea paralela a la de la Destrucción heideggeriana de la Ontoteología. Pero Derrida proyecta esta problemática crítica ontológica en relación con los nuevos análisis del signo y el significado propiciados por el estructuralismo. Junto con la fenomenología y el estructuralismo, los primeros escritos de Derrida provocan por otro lado una reactivación del campo teórico del psicoanálisis, en un momento en que éste había entrado en una especie de “crisis de fundamentos” a través de los seminarios de Lacan.

En este punto, la exploración freudiana del inconciente aparece como un ancestro del pensamiento de la diferencia, que busca Derrida por su parte a partir de una radicalización de los motivos de la escritura y la huella. El programa gramatológico tenía una dimensión polémica estratégica, apuntaba a la necesidad de someter a sospecha crítica los valores de presencia y plenitud que han solido adscribirse a la palabra hablada frente a la escritura. Tras aquellos valores fonocéntricos la mirada gramatológica detectaba una vieja metafísica logocéntrica. Pero desde el principio Derrida insistió en el sentido fundamentalmente afirmativo de ese movimiento: la afirmación del juego de la diferencia en la finitud histórica, la producción del sentido a través de los signos y sin modelos eternirarios.

La segunda etapa del pensamiento de Derrida está dominada por el tema de la alteridad. En este punto hay que destacar su complicidad estratégica con el pensamiento del otro como lo absolutamente otro que ha desarrollado el filósofo judío Emmanuel Lévinas en una orientación formalmente ética. Y sin duda el trasfondo judío del motivo de la alteridad es, por cierto, una clave hermenéutica a tener en cuenta en todos estos desarrollos, pero Derrida mantiene siempre una distancia crítica y radicalmente finitista frente a la formal apertura de Lévinas a una trascendencia metafísica.

Es el Derrida de los últimos veinte años el que ha mostrado más abiertamente la vertiente política de su trabajo teórico. Así, ha vinculado el desarrollo de la desconstrucción como apertura al otro a la reclamación de una Justicia en sentido fuerte, más allá del derecho. Sus obras más abiertamente políticas, como Espectros de Marx (1993) o Políticas de la amistad (1994), exploran muy originalmente lo que llama el espacio de una “mesianicidad sin mesianismo”. Cabe destacar en este contexto la crítica sistemática de la noción fundamental de soberanía. La democracia por venir, en un espacio que desborda los límites del Estado-nación, requiere otras categorías, categorías que vayan más allá del sujeto calculable, como las del don, el perdón, y el respeto de la vida en todas sus manifestaciones.