El sufragio femenino en España: cincuenta años de debate en Cortes y setenta y cinco de celebración.

Aprobado el artículo 36 de la Constitución.161 votos a favor, 121 en contra. Mujeres obtienen derecho a sufragio en igualdad de condiciones con hombres en España.

Éste bien podría ser el texto del telegrama enviado el 1 de octubre de 1931 para informar de la incorporación de España al grupo de países que reconocía el derecho de sufragio a la mujer.

El artículo 36 de la Constitución de 1931 preveía: “ Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes ”. Un artículo en el que se reconoce con todo su alcance y amplitud el derecho de sufragio.

No era esta la primera ocasión en la que nuestros diputados habían debatido sobre la oportunidad, conveniencia y alcance del reconocimiento del voto femenino ( sufragio activo ). Más de medio siglo hubo de transcurrir entre la primera enmienda (1877) y la aprobación del artículo 36 de la Constitución de la Segunda República para que la sociedad española asimilara, no sin oposición como demuestra el resultado de la votación, que no existía una ley natural que determinara la inferioridad de la mujer respecto del hombre y que la hiciera inepta o incapaz para participar en la vida pública.

En cinco ocasiones nuestras Cortes conocieron y/o debatieron enmiendas o propuestas sobre esta cuestión. Los tiempos los marcan: en 1877, un Proyecto de Ley electoral; en 1907 y 1908, la reforma de la Ley Electoral; en 1919, el Proyecto de Ley de Manuel Burgos y Mazo, y en 1924 el Estatuto Municipal. En todos ellos, salvo la honrosa excepción que confirma la regla (la propuesta de Emilio Alcalá Galiano en los debates habidos entre 1907 y 1908 y más limitadamente el proyecto de 1919 de Manuel Burgos y Mazo que ni siquiera fue debatido), había limitaciones, ya subjetivas, ya materiales, ya en combinación.

En las propuestas planteadas, o bien se acepta el voto femenino para cualquier tipo de elección, pero limitándolo a las mujeres que ostenten la patria potestad (enmienda de 1877) o a las viudas que paguen una contribución no inferior a cien pesetas (propuesta presentada en los debates habidos durante 1907 por el diputado Palomo), o se acompañan estas limitaciones subjetivas con otras relacionadas con el tipo de los comicios en los que se les permite participar. Son propuestas en las que el voto femenino queda limitado a las viudas que ostenten la patria potestad o a las solteras emancipadas (1907 y 1908), o como preveía el Estatuto Municipal de la Dictadura de Primo de Rivera a las mujeres mayores de veintitrés años no sujetas a patria potestad (a excepción de las casadas y las prostitutas) y constreñido exclusivamente a las elecciones municipales.

A la vista de lo dicho resulta evidente que en el primer tercio del siglo XX la confianza en la capacidad política de la mujer española era prácticamente nula. Nuestra Eva no suscitaba mucha confianza como electora y ninguna como elegible.

Si queremos conocer cuáles eran las razones que podían provocar tan injusta situación, puede resultar de gran utilidad echar una ojeada a la publicación de los Diarios de las Sesiones de las Cortes en los que se debatieron o se hizo referencia a estas enmiendas o propuestas. La negativa a reconocer el derecho de sufragio a la mujer no podía argumentarse más que sobre la afirmación de su inferioridad respecto del hombre, algo carente de fundamento como la historia se ha encargado de demostrar. La superioridad o inferioridad, la sabiduría o estulticia, nada tienen que ver con el sexo. La negación de un derecho a un colectivo por una característica común que no guarda relación alguna con el derecho del que se trata no es más que una injusticia y una arbitrariedad.

Pero, ¿qué podemos decir de las limitaciones? Empecemos por esa restricción del voto femenino a las elecciones municipales. ¿Acaso estaban las mujeres más capacitadas para votar en las elecciones municipales que en las de diputados a Cortes? Las razones que se esgrimían nada tenían que ver con la condición femenina. La cercanía, la proximidad con los problemas, intereses y candidatos en las elecciones municipales se produce también respecto del elector-hombre.

Y, ¿qué podemos decir de las limitaciones que discriminan entre un colectivo concreto de mujeres? Aquí es donde la sinrazón llega hasta sus últimas consecuencias. Hoy puede arrancarnos una sonrisa velada, pero para nuestras sufragistas la cuestión no debía ser motivo de risas. Afirmar que reconocer el derecho al voto a la mujer casada podía ser motivo de disputas matrimoniales es, a menos que se quiera fomentar la ruptura del vínculo, cosa no siempre ha sido posible en España, tanto como eliminar la discrepancia y evitar que se edifique la tolerancia en el seno familiar. ¿Habrá algo más positivo para una democracia que la división de opiniones en el seno familiar? Por lo visto a principios de siglo en España esto era impensable, quizá por ello escribimos parte de nuestra historia con tinta roja.

Negar el derecho de sufragio a la mujer carecía de lógica y, aunque los proponentes que hasta ahora hemos mencionado eran en su mayoría políticos de derechas que confiaban en el clericalismo de las viudas españolas, los políticos de la Segunda República fueron los primeros en incorporarlo al Texto Constitucional.

Conmemoramos, por tanto, el setenta y cinco aniversario del reconocimiento del derecho de sufragio a la mujer en España. Una conquista que, aunque experimentó un intento de rebaja dos meses después – – propuesta de reducción a elecciones municipales derrotada por 131 votos contra 127 – ha hecho posible otras muchas. ¿Acaso alguien puede imaginar ciertos avances legislativos sin la presencia de las mujeres en las Cortes Generales? ¿Habrían sido posibles, por ejemplo, las reformas que llevaron a eliminar las exigencias que impedían a la mujer casada disponer de sus bienes libremente, la equiparación de derecho entre los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, o avances normativos tan importantes como los relacionados con la investigación de la paternidad, o la ley integral contra la violencia de género?

Si el siglo XX , gracias a María de Maeztu, Clara Campoamor o Victoria Kent entre otras, ha sido el siglo de la revolución femenina – una revolución pacífica, inteligente, madura, global… – , el siglo XXI bien puede ser el de su acción. Un siglo en el que la mujer ha de demostrar que existen otras formas de gobernar, de gestionar recursos, de conseguir objetivos y priorizar intereses. Un siglo en el que lo femenino permita unir a las personas con independencia de su sexo u orientación sexual y donde el leitmotiv sea la tolerancia y la riqueza de la diversidad.