Tribuna abierta

Hoy son muy pocas las personas que escriben poesías y muchas menos las que la leen. El ritmo de vida, el sentido de la cultura, las escalas de valores, el pragmatismo inmediato, los objetivos sociales, hacen del texto poético una pequeña, bonita e ingeniosa inutilidad nada rentable.

A veces, al ser tan significativa la carencia en calidad y cantidad, algunos pocos sienten la necesidad de escribir para poder leer aquello que les gustaría leer. No es de extrañar que la frase de Benjamín Disraeli -“Cuando quiero leer un libro, me lo escribo”- adquiera ahora una total vigencia y un sentido desprovisto de cualquier tipo de engreimiento o soberbia.
No existe, por tanto, intención lucrativa ni deseo de prestigio. El compositor de poemas lo es incluso a pesar suyo y siente la necesidad, de vez en cuando, de aproximarse a este quehacer literario complejo e ingrato en busca del escurridizo estado de belleza.
Una voluntad de existencia, superior a cualquier otra motivación, conduce al nacimiento poético definitivo. La técnica, armoniosa y sutilmente conjugada, se somete al dominio y al virtuosismo de ciertas combinaciones lingüísticas animadas por la ética de la forma. Por otra parte, el fenómeno poético responde entonces a pautas autónomas que alivian al espíritu con cruces de sistemas de raíces psicoanalíticas, fácilmente explicables.
Escribir poesía como encuentro o reencuentro, como liberación, como enajenación, como protesta, como revolución, como deleite sádico o masoquista, como proyección, como castración, como punición, como disciplina “valéryniana”, como divertimento o como simple eyaculación intelectual, es algo que, si se efectúa con nobleza y honestidad, se puede contemplar como un exceso ingenuo y privado, pero perfectamente legitimo en su sinceridad. Las brevísimas tiradas de libros de poesía no dejan lugar a la reacción o “feed-back” circular de un público ajeno y múltiple. A fin de cuentas, la esencia poética es un producto difícilmente asimilable. La digestión poética requiere unos instrumentos de asimilación perfectamente adiestrados. De no ser así, se corre el riesgo de la saturación, del torpe rechazo o de la aceptación dilettante dirigida por el esnobismo.
La amplia disposición poética, el consumo de la mayoría, no deja de ser un planteamiento que, utópico o no, pertenece a intereses humanos sociopolíticos o económicos. El arte auténtico es otra cosa. Y , aunque deseable, no es posible la generalización de unas capacidades que, de por sí, ya son selectivas y excluyentes.
Sin entrar en complejidades técnicas, está claro que la captación narrativa y descriptiva de la buena prosa es mucho más cómoda que la de la poesía versal, puesto que aquella goza de un predominio presentativo desarrollado en el tiempo, y remite, ordenadamente, a los conceptos referenciales del mundo exterior. El texto poético, por el contrario, supera el referente para instalarse en sí mismo como estructura formal y rítmica. Los impulsos semánticos, siempre determinados por desplazamientos del significante, no tienen como objetivo aclarar y centralizar el sentido, sino más bien generar nebulosas de ambigüedad enriquecidas por connotaciones y evocaciones del receptor.
Que la poesía no mediatizada por objetivos extraliterarios es selectiva, resulta un hecho indiscutible. El producto poético, si no se presenta como bastardo manipulador, juvenil ejercicio o mediocre relleno musical, suele ser preferentemente elitista. Y no sirve para nada apelar a los tópicos versales que se repiten, como cuñas ingeniosas, en las conversaciones cotidianas. Detrás de la oportunidad y de la agudeza no suele haber más substancia que la que otorga una lectura esporádica o una frase captada al vuelo.
Lo poético, como una dimensión específica de la existencia, requiere unas exigencias mínimas para su correcta recepción. Tales exigencias están reñidas con la vulgaridad, la tosquedad y la incredulidad. El cultivo de la sensibilidad y la fe poética configuran el camino más seguro hacia la fruición de todo lo aceptable como producto estético. Para el poeta, la sensación de pre-existencia es algo asumido. Para el receptor, la capacidad de re-escritura aparece una vez sumergido libremente en le estado de disfrute.
Sin embargo, en un mundo en el que reina la trivialidad estética, el halago fácil y la droga calmante son prioritarios. La fantasía y el ensueño son factores relegados a los “lentos”. Qué duda cabe que la lectura inmediata y superficial se impone, por elemental interés o por irresponsabilidad histórica, a cualquier tipo de aproximación lectora de carácter reflexivo.
El deleite, la ternura y la inversión en bienes sin repercusiones económicas, son, en este momento histórico, situaciones y actitudes de dudosa interpretación. Pero, como el propio Jorge Luis Borges apunta, es completamente absurda la idea de felicidad obligatoria; tan absurda como la idea de lectura obligatoria o fruición artística forzada. No se puede obligar a nadie a bucear en la noche. El noble artificio del mensaje poético se empeña en un descubrimiento sutil de la estructura rítmica del espíritu en los gestos de las cosas; cosas veladas por la negritud y la opacidad de lo cotidiano y de lo vulgar por conocido.
La poesía se alimenta de símbolos y tinieblas. El arte poético aproxima a la vida, pero sólo los iniciados en la fatiga de la existencia , en le doloroso ritual del ser, en la angustiosa provisionalidad del estar, están en condiciones óptimas para intuir a través de la oscuridad. De las grandezas y miserias humanas dan cumplida medida las pesadillas prosísticas y los ensueños poéticos.
El arte dispone todavía de un amplio caudal de materia poética, pero el objeto poético, el noble y humilde artificio, se agota día a día en una silenciosa factura. Una situación de alarmante incesto poético conduce a un empobrecedor comercio en la fórmula creador -consumidor. El producto se debilita y termina por desaparecer. La justificación académica se torna insuficiente. Y, quizás, la inmersión en las sombras, el destino incierto y la causa perdida, constituyan y conformen los elementos paradojales capaces de revalorizar este logro de la creatividad humana.
Mientras tanto, los poetas, como Eneas y la Sibila, marchan “oscuri sola sub nocte per umbra” . Ningún faro destella en la lejanía.