El lenguaje es una escalera

Desde que el arte escénico existe, o bien desde que el arte escénico es considerado como tal o como profesión y modus vivendi del que dependen aquellos que lo practican, ha existido -y existirá siempre e inevitablemente-, la tensión entre tradición y renovación.

Tensión entre tradición y renovación de contenidos, de lenguajes, de formas, de aspectos y roles sociales de los autores -incluso de lo que comportaba el término autor antes y ahora-, de los actores, de las actrices no digamos, de la función social del arte -si es que se le considera “arte” en su concepción actual o “arte” como artesanía, conjunto de técnicas para desarrollar un oficio-, del artista como criado de lujo y hasta de lujo desechable por superfluo, del artista rebelde, del comprometido… Como espejo y reflejo de la sociedad a la que unas veces adorna y otras critica reflexivamente, la actividad artística escénica está invariablemente unida a su tiempo, unida más que ninguna otra actividad artística al tiempo social en el que está inserta porque su condición de arte efímero, que desaparece al mismo tiempo que se está produciendo -es mágico: ahora estoy, ahora no estoy- le impide triunfar o imponerse tal y como fue concebido en aquel su tiempo fuera, precisamente, de ese mismo tiempo en el que fue y para el que fue concebido. Soy yo de los que creen que todo –o casi todo, vaya, por hacer alguna concesión a los que piensen de distinta forma- de lo que se puede decir sobre el alma humana ya lo dijo Shakespeare. Y Shakespeare sigue vigente por lo que dice; y qué duda cabe también de que por la calidad de cómo lo dice –me apresuro a indicarlo antes de ser propuesto para un linchamiento de justicia urgente-; y hasta me sumo gustosamente a aquellas numerosas gentes que disfrutan con el fluir de su prosa, la sintaxis y construcción de sus escenas, la modernidad cinematográfica de su dramaturgia…; créanme, estoy de acuerdo con todo. Pero eso no impide constatar que si el señor Shakespeare narraba con lujo de detalles tormentas y campos de batalla, o pormenorizaba sobre atavíos cortesanos y de guerra, o fabulaba y creaba metáforas sobre sentimientos y pasiones, todo eso lo hacía porque era la única manera a su alcance de conectar con un público que básicamente le escuchaba, un público que fundamentalmente oía lo que le contaban, razón por la cual las palabras y su magia eran fundamentales como acicate de la imaginación de esos espectadores para comprender hechos que tal vez les eran ajenos, pero cuyas razones y movimientos anímicos trasladaban automáticamente a su época y a su propia vida, una manera de entenderse y de entender el mundo que les rodeaba. La habilidad de la narración, intérpretes incluidos, jugaba un gran papel, por supuesto, en la aceptación y el éxito obtenido; y, por eso mismo, el poeta no podía andarse con milongas, necesitaba ser comprendido. Si era teatro, era teatro, claro está, y tenía sus licencias expresivas, su lenguaje propio. Pero justo ese era también el límite, puesto que lenguaje se entiende como conjunto de códigos y convenciones que se usan justo para eso, para entenderse. De hecho cualquier montaje de un texto clásico exige la puesta al día que permita al espectador comprender de qué se le está hablando, incluso en el sentido más literal del término, ya que a menudo no solo las palabras han caído en desuso, sino también los hechos y las costumbres sociales a las que están referidas.

Es indudable que el teatro ha perdido parte de ese protagonismo que en otros tiempos tuvo. De la danza no hablamos porque tal vez como espectáculo nunca lo tuvo, si exceptuamos las manifestaciones más elitistas dirigidas a minorías o las manifestaciones más populistas de carácter folklórico sufragadas con dinero público para el consumo masivo. Pero el teatro si llegó a disfrutar de la cualidad de preferencia colectiva. Esta pérdida de favor por parte del gran público incide muy negativamente entre aquellos hacedores teatrales que quieren reconquistarlo y no saben cómo, acosados por otros medios de ocupación del ocio, por la necesidad de amortizar los altos costes de producción, la dependencia del favor de la administración… Es realmente un problema peliagudo del que ya nos hemos ocupado aquí en otras ocasiones. Aunque hay que resaltar el éxito empresarial de ciertas compañías que han sido capaces de imponer su sello fabril y mantener en funcionamiento una factoría al servicio de la demanda de sus propios productos. La tensión, pues, a la que nos referíamos se resuelve satisfactoriamente en ocasiones incluso con el desarrollo de lenguajes atrevidos y en el límite de lo que un público entendido, interesado por el hecho teatral, está dispuesto a admitir o comprender que, para el caso, viene a ser lo mismo.

Pero el arte no puede dejar de ser una indagación de la realidad, de cualquier realidad, no puede evitar tratar de llegar más lejos en su afán de desvelar y expresar estéticamente lo conseguido. Si así no fuera, devendría en artesanía, en puro virtuosismo técnico, en el circense ‘más difícil todavía, señores, lo nunca visto’. El teatro como arte sufre especialmente esta tensión entre la inevitable progresión y la necesaria comunicación con el público. Un público al que hay que enseñarle a jugar un juego que no conoce y que no se sabe si le va a gustar, es más, si está interesado siquiera en que se lo enseñemos. No podemos evitar recabar la atención sobre que esto es lo que se dice una bonita tensión dramática.

La responsabilidad del teatrero como artista comprometido que investiga los límites de su arte es altamente comprometida ya que le va a resultar difícil no solo subsistir como tal, sino simplemente subsistir sin más en la vida si no logra su objetivo. Bien; pero no es excusa. Su principal obligación para realizarse como ese artista ideal que persigue es sobre todo ser capaz de encontrar esos reductos de interés sobre cosas que se puedan decir y resulten interesantes para las gentes de hoy en día; eso y hacerlo en un lenguaje novedoso que resulte atractivo para ese público que quiere conquistar, un lenguaje que retraduzca las innovaciones lingüísticas que se están produciendo en la sociedad, sociedad siempre en permanente cambio que ahora, además, anda muy acelerado. Lo demás pueden ser zarandajas o simples eslóganes que se agitan desde instancias políticas y que, exigidos para que nos cuenten más, resultan vacíos de cualquier otra cosa que no sea su pretendida condición de frase llamativa. Este es también un signo de los tiempos y de estar inmersos en el flujo intertextual publicitario. Un globo que se pincha y deja escapar el aire con un sonido flácido.

Ciertamente que estamos ya en la famosa aldea global que preconizaba Macluhan. La multiculturalidad y el mestizaje están ahí sin necesidad de que nadie nos lo descubra, es el medio en el que nos movemos, forma parte de nuestra existencia cotidiana y, por supuesto, tiene una inmediata y fuerte incidencia en la creación del lenguaje, de cualquier lenguaje. Por otro lado, hace ya mucho tiempo que las ‘academias’ dejaron de dictar sus normas y hasta a las vanguardias del siglo XX las llamamos clásicas para poder distinguirlas de posmodernidades y otras posteridades varias. De siempre unos lenguajes han influido en otros y sería imposible imaginar el desarrollo de la sintaxis cinematográfica sin tener en cuenta la literatura y el cómic, la composición pictórica, la fotografía, la música… A su vez el cine ha retroalimentado a todas ellas, incluso negándoles el espacio expresivo que ocupaban y obligándoles a buscar por otro lado. El desarrollo tecnológico también ha tenido algo que ver en el asunto y no es lo mismo pintar óleos que acuarelas o acrílicos; ni actuar con máscaras y sobre coturnos, que en un teatro isabelino, o a la italiana con procesadores de luz y sonido electrónicos. Es evidente y, como se dice, ley de vida; tan solo ley de vida.

Y por eso cualquier tecnología hipermoderna es siempre bienvenida si es que ayuda; y la preparación actoral debe ir acorde con las necesidades expresivas actuales; y se puede incrustar en el lenguaje escénico cualquier elemento que proceda directamente de otro medio expresivo, sea artístico o no. Eso solo significará ser coherente con el desarrollo del lenguaje, de cualquier lenguaje incluido el escénico.

Porque lo importante como lenguaje es que sea capaz de transportar ideas, sentimientos, emociones, sensaciones… Y para eso hay que darle al espectador, al descodificador del hecho escénico, los medios necesarios que precisa, debe de conocer los códigos previamente establecidos o darle las claves necesarias para descifrarlos sobre la marcha sin hacerle sentir excesivamente incómodo. No es posible que la experiencia de búsqueda e investigación acabe en un proceso ensimismado que, eso sí, cuenta con el entusiástico aplauso de nuestros amigos o, incluso y aunque por razones distintas, de nuestros enemigos. Aunque detrás haya un loable, esforzado, laborioso y hasta talentoso y riguroso proceso de trabajo. Y es que el lenguaje es una escalera y solo se puede subir por ella apoyándose en los sucesivos peldaños, paso a paso, si acaso alguna vez un pequeño salto tras insuflar el impulso necesario para darlo. Si no es así, no se puede olvidar -aunque no nos guste y nos duela- que el teatro es prescindible, no es necesario; y basta, simplemente, con dejar de frecuentarlo.