De alifafes del teatro y otras dolencias más graves -II

La inevitable distancia que supone para un hipotético lector la continuación de una lectura que se inició hace meses es un hándicap tan grande que, a la hora de continuar la escritura de unas reflexiones sometidas a esta tiranía del tiempo, no se puede evitar una cierta pereza.

No se trata de pereza física, desidia o vagancia de escribir, sino una cierta apatía que provoca la consideración de que la interrupción y fragmentación del discurso a lo peor conlleve la inutilidad del mismo. Es posible que el lugar mas adecuado para estas reflexiones fuese una publicación que no se dilatara tanto en su cita pública y que no estuviera tan limitada por la disponibilidad de espacio. Pero, como justo reconocimiento del formidable empeño de los responsables de CAMPUS para con su revista, hemos decidido desechar cualquier tipo de fantasma al respecto y continuar en la brecha. Sirva lo anterior también para solicitar de la Universidad de Murcia o de quien sea menester los medios suficientes que permitan disminuir los plazos de aparición e incrementar los números que se publiquen en el año.

Por lo que, tratando de pasar por encima de estos inconvenientes debidos al tiempo y a la memoria y pensando en aquellos lectores nuevos vírgenes de las anteriores notas, procuraremos situarnos en la pista de lo anteriormente escrito para retomar el hilo. Las líneas maestras venían a ser que la rehabilitación de los edificios teatrales heredados del siglo XIX emprendida por los responsables gubernamentales en la primera legislatura del PSOE, era encomiable en aspectos tales como el de la recuperación y conservación del patrimonio cultural; pero que su resultante imposición de los escenarios a la italiana había tenido repercusiones muy negativas sobre la renovación en sí misma entendida no ya del teatro, sino del conjunto de las artes escénicas –lenguajes, temática, público, esquemas de producción, complicidad con la sociedad-. Que estas repercusiones se habían producido –entre otras cosas, siempre entre otras cosas-, por no haber ido acompañadas simultáneamente o a continuación con la aparición de nuevos espacios para la representación y el juego escénico que hubieran facilitado la búsqueda y práctica pertinente. Que la condena estética sufrida por esta obligatoriedad de uso de teatros a la italiana y el alejamiento mayoritario del público, especialmente del joven, ante tan rancias formas de expresión y la desconexión inherente entre temática y vida, repercutía ineludiblemente en la capacidad de riesgo que eran capaces de afrontar los profesionales del medio. Que, rota esta complicidad entre público y escenario, no se establecía la comunicación necesaria que permitiera al espectador defender sus gustos y al profesional saber a que atenerse. Y que todo esto era malo y ecológicamente reprobable.

Esto decíamos. Y, además, y muy principalmente, que no se procedía a la búsqueda insidiosa de cabezas de turco o culpables, sino que se trataba de mostrar como era el estado de las cosas por si era posible poner algún remedio. Y, por supuesto, todo ello sin intención de totalidad alguna. Hala.

Los espacios, pues, y su obligada servidumbre son un fuerte condicionante para el desarrollo escénico.

Si la forma y condicionantes técnicos del contenedor en que se va a representar son un problema, acceder a ellos con un espectáculo es el gran desafío que se presenta luego. Está claro que siempre hablamos del ejercicio profesional y, por tanto, de acceder en situaciones de continuidad que permitan la supervivencia tanto de la propuesta escénica de que se trate, como del equipo técnico-artístico que lo soporte. Precisión necesaria, porque a menudo propuestas que se salen del canon de estereotipos admitidos sortean las dificultades y perduran en su oferta gracias al esfuerzo de renuncia personal de sus protagonistas, crédulos, generosos y confiados en que el sacrificio pagado tendrá al final su recompensa. Pero, ay, las cosas no son tan claras. Porque todo el mundo sabe que no hay que falsear las expectativas, y para eso no hay mejor sondeo que el mercado y sus leyes de la oferta y la demanda… Solo que hay que precisar que los mercados son varios y las leyes, por lo tanto, varias…

Ya habíamos dejado claro que el gran comprador, y por lo tanto gran señor, es el estado. El estado en todas sus formas: municipio, autonomía, estado nacional (o plurinacional, si más les gusta) Y que, aunque también es estado, convenía dejar al margen –por mejor clarificar y entender las cosas- esas otras manifestaciones en el que a través de grandes instituciones el propio estado en sus diferentes formas hacía defensa y mostración de su cultura, de su política o de su grandeza: Centros dramáticos, de danza, teatros nacionales o municipales concebidos como centros de producción y exhibición, grandes festivales de toda laya… Y, como gran y casi único señor que es del fundamental sector de la exhibición, impone sus criterios. ¡Ah, la exhibición! ¡Vaya tela!

Antes de meternos en ella, conviene dejar claro que la exhibición del sector “oficial” de teatros (o de “titularidad pública”), no agota todo el campo. Hay un sector privado, especialmente en Madrid y a distancia Barcelona, con sus maneras propias, del que tendremos ocasión de discurrir más adelante. Y no debemos olvidar la labor realizada por instituciones financieras que, en línea a veces con su obligación de invertir en “acción social” y también por otras causas, invierten en ocasiones en el apoyo o en la distribución directa de espectáculos. Pero el grueso, el paradójico magro obeso de la exhibición lo constituye para la profesión el paso en gira por la, a estas alturas, tupida red de teatros públicos.

Estos teatros tienen ya en la mayor parte de los casos un responsable de programación, aunque no siempre con la autoridad añadida que le proporcionaría el hecho de ser director del mismo. Las maneras de acceder al puesto son variadas, según la importancia del establecimiento, la economía de la institución de la que dependen, el mayor o menor personalismo autoritario del político pertinente…, en fin, un caleidoscopio variopinto. Y justo es señalar que en muchos de ellos tratan de realizar una gestión cuyos ejes fundamentales sean la calidad y la captación y promoción de un público informado . Este es otro gran reto: conseguir, formar un público entendido y, por ende, amante del teatro o de la danza. Porque no hay amor, apego o afición por algo si no se entiende. Si no se entiende, no se disfruta. Tal vez cabe el asombro, pero, como esto no es circo ni atletismo, es un asombro estéril que conduce al aburrimiento. Pera esta primera y evidentísima premisa suele estar ausente de los criterios de programación usuales. ¿Y por qué? Pues por muchas razones que iremos enumerando y entre ellas –primordial, primordialísima- el flagrante hecho de que la mayor parte de estos programadores no ama ni el teatro ni la danza. Podría parecer que nos ponemos estupendos, tocados de un caduco romanticismo. Pero lo cierto es que, según advertíamos antes, las maneras de acceder al puesto de trabajo son muchas y, desgraciadamente en la mayor parte de ellas no se exige el requisito mínimo de ser profesional del ramo, haber cursado alguna carrera o estudios relacionados, o formar parte de ese exiguo número de individuos nimbados por algún tipo de excepcionalidad artística.

No es así. Y, desposeído de los conocimientos suficientes y sin la carga deontológica que le prestarían unos principios firmes que le permitieran defender un determinado modelo de gestión, la única manera de afrontar su trabajo es la eficiencia. ¿Pero eficiencia en qué? Y aquí es donde aparece la gran diferencia con el modelo privado de gestión de edificios teatrales, que se caracteriza, y si no es así resulta insostenible, en buscar la rentabilidad económica en primer término, aunque, pomposas declaraciones al margen, esta vaya aparejada con el descenso de calidad o incluso la descarada programación de subproductos innombrables. Sin embargo, la rentabilidad oficial es otra. Por supuesto que hay que sujetarse a unos presupuestos, a veces misérrimos, pero la rentabilidad en sí se mide en términos políticos y el baremo utilizado masivamente es la afluencia de público. El público y su asistencia es la gran excusa que va a permitir justificar cualquier programación. Nadie se atreverá a levantar la voz contra ella si está bendecida por salas llenas. Ni la oposición -¡qué alivio!-, ni los benditos medios, ni los culturetas –acusados precisamente de eso, de culturetas-, ni nadie, nadie, nadie, que decía la mejor Alaska. Y así, cuestionando los pretendidos excesos y peligros vanguardistas, huyendo como del diablo de cualquier tufo a cultura minoritaria, amparándose en la autoridad del gran Lope y su deseo de satisfacer al vulgo –pero olvidando su talento, claro-, y con el sacro pretexto de que no hay que despilfarrar el dinero público, se procede a la operación sala llena.

La estrategia y las tácticas a seguir no precisan de innovación alguna. Son de sobra conocidas y casi no hay más que ejercer el sentido común. Espectáculos agradecidos y de pocas pretensiones dirigidos al “gran público”, producciones en las que figuren actores de series televisivas en candelero, alguna compañía rompedora pero ya establecida y con aceptación popular, alguna compañía o espectáculo de prestigio cultural indiscutible, a ser posible un clásico, para que no se diga. Todo ello embadurnado en la gran salsa de lo fácil y de la risa. Añádanse los compromisos municipales del tipo fiestas de fin de curso (primavera-verano) o villancicos navideños o tunas, alguna celebración o efemérides de héroes locales, algún compromiso o capricho político. Ya tenemos confeccionado el calendario de programación tipo del teatro medio de nuestro flamante mapa de teatros de titularidad pública. No es broma, no.

Pero, cosas que tiene la vida, aún así hay veces que resulta duro completar un aforo. No será mayor problema si la compañía viene solo a caché y no participa en el taquillaje. Para eso están las invitaciones, que, generosamente repartidas en despachos administrativos, impedirá que se vea eso que en el fútbol llaman “cemento”, las butacas vacías. Estas pequeñas trampitas podrían parecer pillerías y mover a risa si no fuera porque sirven para ocultar el fracaso de un sistema que no es capaz de crear un público adepto.

Crear un público para los teatros es crear ese espectador informado que incorpore a sus hábitos de vida la costumbre de frecuentarlos con una cierta regularidad motivado por lo que se le ofrece. El espectador casual, que acude a eventos especiales por causas circunstanciales es muy difícil que integre o interiorice esta ocasión como una rutina de asistencia. Está allí porque le regalaron una entrada, pero ya pagarla… O ha venido a ese espectáculo porque se lo pasa uno bárbaro o sale fulanito. Pero es un espectador de fulanito o de pasárselo bárbaro; sin ese aliciente no va a volver al teatro. Para crear esos intereses y esos espectadores, y sin grandes alardes de marketing, hay métodos y técnicas de probada eficacia; procedimientos lentos, pero que terminan dando resultado. Por ejemplo, los sondeos a la salida de un espectáculo: nivel de satisfacción, interés, preferencias, acuerdos o desacuerdos con la programación, sugerencias… O las asociaciones de espectadores o de amigos de…, con la posibilidad de que sus miembros hagan oír su voz, recibir información, disfrutar de ventajas económicas o de adquisición preferencial de entradas. Son dos muestras viejas como el humo y corrientes en el ámbito de la llamada música culta. Aunque se pueden encontrar en ambientes taurinos, o flamencos, o jazzísticos. O en tantos otros capaces de generar colectivos interesados. Hay que propiciar colectivos implicados con el hecho escénico y por eso mismo defensores de sus gustos y sus ideas, tal vez interlocutores incómodos. Incomodidad que acaso se pueda encontrar también en sondeos y encuestas. Estas y otras medidas no son la panacea; son solo complementarias de una buena programación, definida, que sirva para despertar y mantener ese interés necesario. Parafraseando con ecos célebres: el modelo de programación es la madre de todas las programaciones y de todos los espectadores.

No ha otra manera: crear público, público adicto, público enganchado; lo que, usando un redondo símil taurino, llamaríamos afición .

Hemos dejado aparte el teatro infantil deliberadamente. Responde a otros parámetros entre los cuales no es menor el de ser considerado casi siempre como algo complementario de la programación seria o de adultos. De la danza infantil ni siquiera hay noticias. Del teatro, sí; y, aunque forma parte, a veces considerable, de la programación del local, tiene demasiada importancia por sí misma como para merecer tratamiento por separado. Los niños son los espectadores del futuro y son recipientes en los que se vuelcan contenidos y estéticas. Y son más adelante jóvenes que en el paso a adultos pueden perder sus aficiones.

Estadísticas de asistencia y crecimiento de público son a veces agitadas oficialmente, incluso por la profesión para alardear de un cierto remozamiento de la salud escénica. La profesión no se engaña, pero resulta duro convivir con la propia irrelevancia. Sin embargo, no es así. Esas estadísticas se usan obviando que el aumento de público de pago se debe fundamentalmente a los grandes musicales producidos en Madrid y Barcelona, la mayor parte directamente importados de fuera; no es trasladable al resto. Los actores viven en precario, los autores se conforman con ser publicados –leídos o premiados sería ya tocar el cielo-, los directores se arrastran si no dominan alguna compañía o núcleo de producción privado, las productoras y compañías están siempre al borde de la quiebra… No nos engañemos; las cosas no van sobre ruedas.

Pero estas y otras cosas tendrán que ser ya en otra entrega.