Cuestión de bulto

El autor del artículo se plantea, con la ágil prosa que le caracteriza, los difíciles márgenes de la moralidad a la hora de acabar con la vida de un ser. ¿Es más recriminable matar a un ciervo que a un insecto por la simple diferencia de tamaño? A veces, evidentemente, es una simple cuestión de bulto.

Es casi inevitable. La entrevista con un colega periodista, masculino o femenino, interesado en mi obra cinegética, concluye casi siempre refiriéndose al aparente contrasentido de mi doble condición de ecologista y cazador. ¿Cómo siendo usted un conocido conservacionista se va los domingos al campo a disparar tiros contra las perdices? ¿Cómo puede conciliarse su actividad de cazador con su sentimiento ecologista? Con mis amigos, ni cazadores ni protectores, simplemente gente sensible, las discusiones sobre el tema, en el que yo suelo argumentar que mediante la caza de la perdiz, un ave díscola, rápida y escasa –al menos en Castilla la Vieja-, yo pretendo imponer mi inteligencia, mi aguante físico y mi astucia, a su bravura y difidencia, esto es, se trata de un juego limpio “entre caballeros”, concluyen, por su parte, con una media sonrisa de escepticismo y una frase mordaz no exenta de exactitud: “Sí, pero la perdiz no tiene escopeta”. En rigor, esto es cierto, pero no lo es menos que si yo pretendo cazar perdices en otoño, sería necio que no me esforzara por conservarlas el resto de las estaciones, argumento un poco cruel pero que suelo complementar con mi buena disposición a colgar la escopeta el día que la patirroja esté realmente amenazada de extinción.

Estas controversias, nunca demasiado acaloradas, suelen derivar hacia un punto de coincidencia: mi afición cinegética, refrenada por un piadoso franciscanismo, nunca me ha permitido ejercitarla contra animales de cierto bulto y ojos humanizados. Por ejemplo, nunca he practicado, practico ni practicaré la caza llamada mayor, adjetivo que en este caso se refiere escuetamente no a la caza más o menos difícil, sino a la caza de animales grandes: piezas de safari, ciervos, gamos, corzos, alces… La razón que aduzco nunca conmueve, sino que, por el contrario, mueve a burla a mis interlocutores: soy incapaz de apagar unos ojos evolucionados, unos ojos que, aun después de cobrada la pieza, muestran su asombro y estupor ante nuestra actitud agresiva. El ojito rojo de la perdiz, aun apagado, nunca me ha movido, en cambio, a estas reflexiones, como tampoco lo ha hecho el ojo turbio, desorbitado e inexpresivo de un conejo. Una perdiz muerta colgada de una percha –lo he dicho muchas veces- es un bodegón; un corzo o un ciervo es un cadáver, con todas las connotaciones de rigidez y despojo que acompañan a la muerte. Entonces lo que a usted le detiene en el instante supremo de apretar el gatillo ¿es el tamaño de la pieza? Exactamente, el tamaño de la pieza y la expresión de sus ojos.

Hace pocos años, con ocasión de un viaje mío a Suecia, los promotores del mismo me comunicaron eufóricos que habían conseguido organizar un cacería de alces: “Va usted a pasar un gran día –me decían-, son unos animales de la envergadura de un caballo”. Horrorizado ante esta perspectiva, les rogué que prescindieran de ese punto del programa, que no entraba en mis cálculos que por mi causa se provocase en Cuecia una carnicería. “Pero, ¿no es usted cazador?”, “Bueno, sí, soy cazador, pero de animalitos más elementales, menos construidos, mejor dotados para su defensa”. “¿Qué quiere usted decir?”. “Pues, mire usted, que mi rapacidad cinegética no va más allá del conejo y la perdiz roja”.

 

También quedaron estupefactos. No comprendían que un hombre habituado a tirar del gatillo de un arma se detuviera ante nada. Y este asombro ajeno ante mi incapacidad de dar muerte a un animal cautivador que establece comunicación con la mirada me llena, a la vez a mí, de estupor. En este instinto agresivo que sin duda subyace en el hombre, cada cual tiene sus limitaciones. Y la mía es esa. Para ser sincero, creo que esa, aunque algunos lo ignoren, es la limitación de todos los humanos. Quiero decir que el tamaño, en una u otra medida, es el freno de todos los hombres en el momento de administrar la muerte. Ahora recuerdo que en una entrevista celebrada en Sedano con un avispado reportero, éste en el momento en que la conversación giraba, como de costumbre, en mi respeto por los animales de cierto tamaño y él se burlaba, propinó con los folios un palmetazo a una mosca que le importunaba: “¿No usa usted insecticida?” –me preguntó con sorna, como si se dirigiera a un hombre prehistórico. La mosca bordoneaba moribunda, describiendo círculos en el suelo. “Toda mortandad, aunque sea de insectos, me deprime”, dije. El muchacho quedó un poco confuso mirando a su víctima en las postrimerías. Y es que para aquel muchacho sensible que intercedía momentos antes por una perdiz roja, un díptero no merecía compasión. Los sufrimiento de un mosquito no despiertan la piedad de nadie. Dos amigos biólogos, el matrimonio Llandrés, me aseguraban hace unos años, sin embargo, que el sistema nervioso de un insecto es tan complejo y sofisticado que su agonía tiene que ser muy dura. Esta advertencia y mi sentido ecológico me alejaron del insecticida, del exterminio en masa. En mi despacho de verano procuro no dejar entrar a las moscas y para la que fuerza el bloqueo uso palmeta, pero procuro asegurarme de su muerte antes de reanudar el trabajo. Total, que, de una u otra manera, el tamaño de la pieza nos afecta a todos. El franciscanismo de algunos impresionables termina en el mosquito. El mío, en la perdiz roja. Una simple cuestión de bulto.