Conversaciones pretéritas

Cuando hacemos examen de conciencia y de experiencia y miramos lo que fueron nuestras vidas damos con situaciones curiosas. A menudo uno echa en falta esos momentos en los que se contaba con el tiempo suficiente para contar y confesar lo que verdaderamente nos importaba. Esa etapa pasó ya, casi como una exhalación, influenciada por las prisas de un mundo transportado por conmociones y controversias casi permanentes. Deberíamos haber parado antes, o, por lo menos, haber levantado el pie del acelerador. Vivimos tan a remolque que apenas tenemos unos segundos para grabar en nuestras mentes lo que sucede.

El futuro posee una neutralidad que se puede volver inocua por el hecho de no habernos colocado en el escenario más conveniente. La visión que nos deberíamos imprimir parte de unas carencias de hidratación en las coyunturas definidas como más excelsas. Podríamos disfrutar más, si cayéramos en la cuenta de lo sencillo. Nos deberíamos poner manos a la obra para no conformarnos con lo que acontece.

Hay días en los que miramos con nostalgia las conversaciones con los abuelos, con los amigos, con los más cercanos, con los nuevos… Todo tenía, entonces, otra dimensión, un ritmo más entrañable. Ahora sabemos que aquello ofrecía visos de ser genuina felicidad, pues hasta la inocencia y la ingenuidad nos acompañaban. Damos gracias por aquellos tiempos que ojala se repitan en alguna otra era que esté por venir, aunque sea efímera. Aprendíamos mucho de aquellas conversaciones, de esos diálogos impredecibles, de las narraciones repetidas de cuentos ancestrales con moraleja.

Teñíamos la vida de un colorido especial, todo lo era, pese a ser reiterado y reiterativo. Aprendíamos a ser personas a base de tocar una y otra vez lo más sencillo, que siempre tenía un aroma compartido y solidario. Había olores que no hemos olvidado. De hecho, parece que aún llegan a nuestro rincón favorito.

Cuando miramos atrás, cuando nos volvemos un poco melancólicos, nos fijamos en algunas tardes que considerábamos muy nuestras, en las que hablábamos hasta bien entrada la noche de todo y de nada, y éramos dichosos hasta decir basta. El tiempo, entonces, vuelvo a indicar, iba más despacio. No teníamos prisa ni por empezar ni por acabar, ni siquiera para aprender. Cada cosa llegaba cuando debía hacerlo. Nos apoyábamos en las palabras para abundar en lo que creíamos importante de veras.

En esas tardes estaban los mejores y más allegados, la familia, los seres más queridos, los primeros compañeros de viaje… De algún modo han seguido ahí, aunque algo ocultos. Las premuras nos han conducido por otros derroteros. La comunicación primera, primigenia, primaria, era la base de unas existencias en las que se aprendía lo más relevante, esto es, los valores que nos han invitado a comportarnos de una u otra guisa. Añoramos aquella etapa. Lo malo es que pensamos que fue una coyuntura pretérita, cuando está a la vuelta de la esquina. Eso sí: tenemos que cambiar de camino para dar con ella. Que sea más pronto que tarde, o que no sea, depende de nuestra actitud. Eso es. Pongamos todos los mecanismos en funcionamiento para que sea una realidad el provecho de lo que hemos aprendido. Fuimos y podemos ser de nuevo.