Viaje a los encuentros de Alfredo Montoya

Mi amistad con Alfredo Montoya se inició bajo el signo de Kafka, el escritor absoluto, la obsesión de mi tesis, mi poética de contrafacta. Allí donde sorprendieses a un abogado postrado por el virus de la literatura, iba yo en pos de un destello de Kafka. Y Alfredo Montoya solía citarlo con desenvoltura: durante una entrevista confesó su intuición de que en Miguel Espisona estaban sepultadas algunas lagunas Kafkianas; y más tarde, en la revista Monteagudo , leí un relato suyo extasiado ante las ventanas de Praga.

Confieso que me tembló la pluma como al coleccionista de escarabajos que creyera columbrar uno de ocelos inéditos, esperanzado en que en su libro de cuentos dominase la prosa forénsica, el enredo onírico o la ley de la absurdidad.

Para mayor desconcierto, en un atardecer de lluvia, veloz bajo la tortuga del paraguas, caminaba a la cita con el catedrático de la Facultad de Derecho para conversar sobre su primogénito literario.

Alfredo me reveló haber escrito su opera prima a los dieciocho años: un relato que titulaba El juez , y corrió la suerte del fuego o la desaparición. Por fin se insinuaba el paralelismo, y pensé de nuevo en el abogado choco enviando al concurso de un diario vienés una narración breve, que no sería premiada ni devuelta, de la que sólo se recuerda su hermoso título: Cielo en las calles estrechas.

En resumen , El panamá y otros cuentos se me alejaba del mundo de Kafka como la simetría de una estrella de David con un paralelogramo irregular. La situación laboral de Alfredo Montoya me había desorientado por ese mito romántico de la vida y la literatura.

Al fracaso de este marco inadecuado, sucedería otro aun con mayor holgura par que el comentarista fracasara con su linterna de citas. Me refiero a lo desproporcionada que me resultó la lectura de Raymond Roussel a la hora de emparentarla con la de Alfredo Montoya, cuyos periplos habían convertido el Atlántico en una piscina y en cuatro esquinas Europa. Pretendía que la chispa matriz del autor de Locus solus cubriese como el suave panamá los delirios creativos de Alfredo Montoya, por culta de esta increíble sinceridad:

He viajado mucho. En 1920-21 le di la vuelta al mundo siguiendo la ruta de la India, Australia, Nueva Zelanda, la Isla del Pacífico, China, Japón y América. Conocía ya los principales países de Europa, Egipto y todo el norte de Africa, y más tarde visité Constantinopla. Asia Menor y Persia – y ahora viene lo que yo subrayo -. Se da el caso, sin embargo, de que ninguno de estos viajes me procuró el menor material para mis libros.

Como se desprende, por segunda vez la lectura de El panamá calcó sobre mi desánimo aquella inalcanzable simetría. Porque a nuestro cuentista si se le embriagaba la retina literaria de cuanto la luz le muestra en sus explotaciones, como un gorrión que no hubiera nacido para pájaro solitario.

Y quedaba la teoría para juzgar, lejano de los elogios a la mediocridad o de la envidia a los inefables, esta tinta que Alfredo Montoya ha decidido verter fuera de la Leyes.

Cuando no hay palabras para expresar la perfección en el arte se culpa al Espíritu Santo ante san Juan de la Cruz, se cita el silogismo en la estructura de los sonetos mejor construidos y , en el caso del relato breve, su posible equiparación con un teorema se considera sublime. De todas formas, no pretendíamos ahora definir el cuento: después de la vieja pregunta sartreana ¿Qué es la literatura?, han aparecido otros cien ensayos con la misma frustración de no acertar a encasillarla.

Por ello, al enfrentarse con este asunto, suelo tomarle la temperatura con mis textos favoritos: El escribiente , de Melville; Wakefield , de Hawthorne; El evangelio según san mateo , de Borges; Carta a una señorita en París , de Cortázar; La madriguera , de Kafka; Lubina , de Rulfo, y media docena más de relatos que me callo para no pecar de narratólogo.

Un número apreciable de los cuentos del Panamá se nos convierte en álbum de agradables postales que toman vida en aire y luz, y rompen el gozne del perfume, y recogen el brindis de licores recién descubiertos, gracias al predominio sensorial de las palabras. Santo Domingo, Lima, Brasil, Cartagena de Indias y Lisboa componen la maqueta habitual de sus ficciones. Sin embargo, ha evitado caer en La vorágine exuberante de los hijos de José Eustasio Rivera, graduado también en derecho por la Universidad de Bogotá, a excepción de algunas muestras de recetas culinarias, como la del pargo gratinado con arroz e coco y patacones, los calamarís con salsa picante y los dulces de yuca; y el banano, la guayaba, el mango y la piña. Pensamos que Alfredo Montoya, al elaborar estos relatos, habrá podido sentirse tan goyesco y risueño como un pez en el agua tropical.

El viajero fotografía su estela, pues, festoneada de obligados adyacentes: el tren, los hoteles, los balnearios, los restaurantes…, en donde el escritor selecciona entre la multitud la criatura que ha de disfrazar con la mentira literaria.

El resto contiene enfermedades proustianas, sucesos de última hora y pesadillas de agobiante digestión: El herido , con el mordisco de un perro y la incursión del protagonista en un mundo donde la lógica se trunca, si exhibe sin ninguna duda el sello Kafkiano.

Cuando las plumas se mecen serenamente hacia el horizonte de la moderación literaria, y no persiguen la fama pasajera con un lanzagranadas, poseen un ojo especial de cerradura par mirar el vasto interior de esta caja fuerte de la realidad. Alfredo Montoya ha dado pruebas de buen párpado y mejor cautela par que nadie le abriese la puerta dejándolo ridículamente al descubierto.

No sé si en la penumbra de las coincidencias a Alfredo Montoya se le haya evadido por la ventana de su profesión un variado y atrayente censo de oficios literarios, que me reavivan la nostalgia de aquel universo, mucho más desolado, de Ignacio Aldecoa. Lean, por ejemplo, El guardián del palacio o Melancolía de un cuidador de piscinas para comprobarlo.

En otras entregas, el fantasma de Henry James pugna por materializar entre líneas; entregas que carecen del más atenuado dinamismo, a la que se les ha fundido el flash del desenlace, como es el caso de la titulada En otro lugar , donde la prosa se estanca al compás del agua del balneario donde transcurre, que podríamos peritar con El balneario , de Camen Martín Gaite, o En un balneario alemán , de Katherine Mansfield. Tampoco hay anuencia del narrador par que corra la brisa en El sueño del coronel ni en Viajeros en otoño porque avanza con lentitud azoriniana, con extremado comedimiento, con guante blanco, restando con un caleidoscopio de adjetivos forensidad de la prosa.

Delicadísimo brota, por ejemplo, el erotismo en aquella fosca del Panamá, resultando penoso que Rulfo se quede ahogado en alumnos relatos que nacen con tantas nostalgias y evanescencias.

El lector queda atrapado cuando el escritor deja fluir el hilo de su relato como la araña lo hace con su tela. Y Alfredo Montoya nos apresa en el aire encendido de una calle universal; o más aún: al abrir un arca preterida, un cierto picorcillo nos ronda la nariz cuando se azoga desgranado por su escenario un rosario de naftalina. No podía ser más prometedor este primer alumbramiento de sueños, cuyos flecos rozan el lirismo. El hallazgo de una difícil y encantadora sorpresa se encuentra en las Propiedades del azul prusia . Después de que el viejo profesor de Química explicase en el aula ante la burla de sus alumnos la fórmula y el descubrimiento del complejo metálico, Alfredo Montoya nos tiende como un prestidigitador las palomas de su ensimismamiento.

Y aproximándonos a los pormenores de este libro de relatos, seguramente sorprenda a su propio autor una pequeña investigación que no enturbia la dignidad del conjunto. Todo escritor tiene su obsesiones y sus fetichismos – que le pregunten si no a Vargas Llosa, experto y amante de Madame Bovary, por el fetichismo de Flaubert por los pies -. Pero no nos desviemos: Alfredo Montoya se imanta con las letras grabadas sobre cualquier tipo de puertas, en los coches, en los carteles de publicidad, en las estaciones de ferrocarril, en los rótulos de los comercios, en los pianos y hasta en los medallones. Detalle que hemos de relacionar con esa escuela de mirar que representó el nouveau roman . Por gracia de tales ojos abiertos, en avalancha suelen mostrarse los signos más novedosos de la realidad, José Hierro me llamó la atención en Cartagena, ante el anuncio de un restaurante, del menú que hubiera podido ser sugerente título de cuento: Cerdo o emperador .

Y no menos atención merece que reparemos en sus músicas, en algún verso aislado que recoge Alfredo Montoya, evocándonos en la bruma los textos tan tiernos de Vicente Soto en Casicuentos de Londres . “A los que les gustan los cueros quiero cantar, / a los que les gusta el sonido de mi timbal” se escucha en Perfil de bronce ; “Yo tenía paraguas para componer”, resuena en una radio portátil; radios que acostumbran en los mayores silencios de la trama a inundar los interiores de cantos. Guiños que son estilo, senda de búsquedas y, en definitiva, maneras bien templadas de narrador.

Por el contrario, reclama más página que Baroja en los retratos, ávido en su verbosidad de modelo –por tal minuciosidad, a Alfredo Montoya le habrá encantado leer la ilustración que hace Thomas de Quincey del granito de arena en la uretra de Cromwel o de la nariz de Cleopatra -. E igual apura los espacios y controla como un juez de olimpiadas los tiempos. Hay pulmón en Alfredo Montoya para la novela, dignidad literaria sobrada como para otorgarle el sobresaliente cum laude en esta obra tesis de las palabras en libertad.