Unas horas sin Internet

Aunque suene a ciencia-ficción, podría ser. Es más: seguramente ocurra en alguna ocasión. Se imaginan que un buen día amaneciera y no tuviéramos Internet. Ni usted, ni yo. Nadie en todo el planeta. Sería una especie de aislamiento forzado por las Nuevas Tecnologías que demostrarían que, como todo en la vida, algo puede fallar, alguien puede no estar, y así se puede demostrar que no es tan imprescindible como pensamos. ¿O sí?

 

 

Sería un caos, siguiendo con el mismo símil, para todas las máquinas que dependen de informaciones recibidas por este conducto, y, por lo tanto, para todas las instituciones y/o empresas, que quedarían paralizadas por las dependencias que el fenómeno de la Red de Redes supone. A falta de un plan “B” para funcionar o para recibir información, tendríamos que aminorar la marcha de la producción de bienes y/o servicios, y deberíamos dejar para otro momento la solución de problemas y necesidades.

Lo que no tuviera espera debería resolverse con imaginación y volviendo, claro, más o menos improvisadamente, a métodos tradicionales. Los hospitales deberían seguir trabajando como fuese posible, aunque algunos de sus engranajes se resintiesen. También deberían laborar aquellos que velan por nuestra seguridad, a pensar de los condicionantes que podrían haber variado sus métodos de trabajo y que ahora, a nivel informativo, con la ausencia temporal de Internet, se verían mermados.

No tendríamos información, no como la conocemos cotidianamente. La inmediatez que, supuestamente, nos da tanta sensación de seguridad, debería ser sustituida por la palabra de quienes tenemos al lado. A un golpe de ordenador ya no podríamos saber qué es lo que ocurre, al menos no durante ese posible día sin Internet.

Supongo, porque puntualmente lo experimentamos, que habría una especie de vacío en nuestro interior por no conocer cosas que pueden ser “importantes”. También lo habría (el vacío existencial) por esas pequeñas cosas de las que nos enteramos y que nos hemos acostumbrado a que pasen delante de nuestros ojos. El sentido de adicción que da la supuesta inmediatez es así.

La sensación, y hasta la necesidad, en esa jornada sería recurrir a los otros, a los demás, a los vecinos, a quienes nos rodean para salvaguardar ciertos equilibrios mentales y para contar y que nos contaran lo que fuera. La cosa sería poder hablar, que la comunicación de alguna manera se pudiera hacer factible, posible. Tenemos una necesidad constante de comunicar, y nos damos cuenta de ello en cuanto no es posible hacerlo. Es aquello que nos indica que echamos en falta lo que no tenemos.

Lo peor, lo más difícil, sería superar las dependencias. Por eso, la sugerencia es que busquemos mesuras, que intentemos que lo nuevo nos de un valor añadido, y que no nos arrincone con sus posibilidades mal empleadas. Quizá esta elucubración debería servirnos para anticiparnos a momentos de cierta acidez.

Tengamos una dieta sana de alimentación comunicativa y seguro que, de producirse ese evento que señalamos, no tendríamos que soportar una gravedad que nos superaría, o que podría hacerlo. No debería. Estar preparados a nivel mental puede ser un buen recurso para evitar otro tipo de problemas. La dependencia de los inventos no debe permitir que olvidemos que hemos de estar, sobre todo, unidos a nosotros mismos.