Un honesto mirar. La farsa amorosa de Don Quijote de La Mancha

Alonso Quijano se enamoró de Aldonza Lorenzo por una mera cuestión de conveniencia. Éste es un hecho que parece irrefutable tras la lectura minuciosa de la novela por antonomasia, el libro más importante de todos los tiempos junto a la Biblia. El amor en El Quijote es una pura componenda del caballero para completar su propio personaje. No hubiera sido natural, ni sujeto a las leyes de la caballería andante que un paladín de su estirpe y condición anduviera por el mundo desfaciendo entuertos y socorriendo a los necesitados sin un nombre de mujer a quien encomendar cada una de sus gestas.

El sentimiento de Alonso Quijano no sólo es quimérico, es también ridículo. Y en este aserto reside asimismo la grandeza de la fábula, en la construcción de un arquetipo sentimental que prescinde del cuerpo de la amada para engolfarse en una idealización, de raíz platónica, pero pasada por el tamiz de la norma literaria: Mis amores y los tuyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más que un honesto mirar .

Sería mejor afirmar que don Quijote ama a Dulcinea del Toboso porque así lo manda la tradición narrativa, y que como cualquier sentimiento basado en el desconocimiento y en la exageración constituye un verdadero fiasco. Únicamente el sensato Sancho Panza consigue ver a una tosca aldeana, malhablada y sucia, tan fea que apenas nada puede tener que ver con aquella princesa sin mácula de las ensoñaciones de su amo. Ahora bien, el buen Sancho no ha leído libro alguno, ni conoce otras historias que las del vulgo y su concepción acerca de la vida apenas trasciende la cotidiana supervivencia, el pan y el queso que lo sustenta cada día y la protección discutible de su amo.

Aldonza Lorenzo se convierte en Dulcinea del Toboso de igual forma que Alonso Quijano adquiere la identidad de don Quijote de la Mancha, en virtud de la magia fabuladora que embarga la obra entera, de ese juego casi metaliterario en el que nos va introduciendo Cervantes con un sentido de la modernidad narrativa apenas premonitorio. El universo de don Quijote no es el producto de la deformación de su locura, a no ser que entendamos por locura el ensimismamiento literario, la inmersión en los fondos de un relato, ese proceso, al fin, al que se ve sometido cualquier mediano lector que se precie. Es decir que el desvarío del hidalgo es el desvarío de los libros, ese temor tan español, de factura netamente analfabeta, rayano en la superstición que vaticina todos los males del entendimiento para quienes pierden sus horas y su hacienda en la consumición gozosa de novelas, dramas y poemas.

El amor y la literatura proceden, entonces, de acuerdo con los presupuestos de la obra, de un origen semejante. El honor, el afán de servicio al prójimo, la solidaridad y el espíritu justiciero serían otras tantas virtudes de procedencia poética, lo que equivale a decir de dudosa verosimilitud, porque el hidalgo representa, al fin y a la postre, un papel teatral, una suerte de comedia bufa, que en algunas ocasiones se torna agridulce y casi trágica: No todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen.

El amor es mentira, entonces, una mentira prolija, adornada con los oropeles de la retórica, legitimada por un fervor ciego, estúpido e infundado que se desangra de continuo en razones de un lirismo trasnochado y en tópicos poéticos. Don Quijote ama con las palabras descarriadas de los peores poetas, con el instrumento de una lírica deficiente, no exenta de cierta cursilería, hiperbólica y suicida: Píntola en mi imaginación como la deseo, así en belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas .

Engrandece el nombre de Dulcinea mientras se juega su vida en hazañas de medio pelo que nunca llegan a oídos de la dama ni falta que le hace. El error del caballero es constante, pertinaz, infatigable. Pese a sus escasas fuerzas y a sus muchos años, a la medrosa compañía del escudero y a la desmesurada empresa que persigue, Alonso Quijano apenas si desfallece hasta que viene el término de la novela y otro personaje más de su propia fábula, la que él habita y recrea y padece, el Bachiller Sansón Carrasco bajo la máscara del Caballero de la Blanca Luna lo vence en justa lid en las playas de Barcelona y mata de este modo al soberbio don Quijote de la Mancha, aunque sobrevive, no obstante y por unas horas, Alonso Quijano, el bueno-.

No olvidemos que el objeto de la contienda no es otro que el de la pugna por la belleza de las damas, y que el vencedor obtiene el beneficio de la verdad de su pasión. Eso o la muerte del contrincante. Y, sin embargo, ni siquiera en el momento último de la disputa, cuando el hidalgo yace en el suelo maltrecho y vencido conviene en admitir las razones de su derrota: Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad.

La pasión de don Quijote llega de la locura de los libros y desemboca en la cordura de la muerte. Del sentimiento idealizado hasta el convencimiento de que su debacle no ha sido otra que la imposibilidad de mantener a ultranza su continuo pleito de amor, de justicia y de servicio a los otros. Echado en tierra a merced de sus propios fantasmas y perdidas sus fuerzas para combatir por el nombre de su dama, las razones de su existencia cambian de repente. El amor y la literatura lo han conducido a este último desastre, pero en el intervalo de todas y cada una de sus venturas y desdichas ha sido un caballero valiente y enfebrecido por la pasión sobre un rocín brioso, armado de lanza y espada y tocado con el yelmo de Mambrino y ha creído en ello como ha creído en el amor de Aldonza Lorenzo, no una aldeana deslenguada y vulgar, sino una princesa, el símbolo de su existencia y de su empeño.

Porque don Quijote se enamoró de Dulcinea del Toboso de un modo interesado y poético, es justo que cese la fábula cuando cesa el personaje. Si no hay caballero andante, sino un hombre más postrado sobre la arena e inerme, no hay causa alguna para la vida, no hay razón tampoco para la historia. Muere Alonso Quijano tras despojarse de la farsa de don Quijote, y se esfuma el amor, desaparece el ensueño. L fruición literaria, casi mórbida del hidalgo, ha engendrado el mito de Dulcinea y de súbito ha huido efímera como una sombra que fue locura y mereció, tal vez, haber sido verdad.

Marzo, 2005-03-17

DE CERVANTES, M, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha , Espasa Calpe, Madrid 1976, vigésima séptima edición, p. 146

Ibídem, p. 148.

Ibídem, p. 148

Ibídem, p. 637.