Tribuna abierta II

A propósito de una efemérides histórica : la ocupación militar de Murcia por las tropas franquistas.

1939: ¿ el comienzo de la ¨ pacificación¨ o la reorganización del sistema de dominación tradicional?

Medio siglo ha transcurrido desde el final de la guerra civil española. Si a la Historia se le reconoce el propósito de descubrir las raíces de nuestra identidad –frente a detractores tan brillantes como Foucault que le atribuyen el contribuir a su disipación-, la reconstrucción del pasado reciente debe ser capaz de desenmascarar los mecanismos ideológicos que, a lo largo del tiempo, han “organizado” los acontecimientos para que un régimen dictatorial como el franquista aparezca cómodamente instalado en el archivo de la memoria , al asignarle, entre otros logros, la modernización económica y política.


La insurrección militar del 18 de Julio de 1936 es la propuesta fascista a la sublimada revolución social, tenuemente esbozada en la práctica por el Gobierno frente-populista. El fracasado golpe de estado desencadena una guerra que activa el arsenal de la violencia -las consideraciones sobre los tipos de violencia quedan apagadas ante la hegemonía decisiva de la violencia de un conflicto bélico-; además, las dos zonas en que queda dividido el territorio conocen el ejercicio de la represión, si bien ésta es más contundentemente aplicada por el Estado fascista: el mismo hecho de la rebelión le imprime un talante ofensivo al monopolio de la violencia franquista.

La ocupación militar de la provincia y la administración de la violencia.

Murcia se había mantenido en la zona republicana hasta el fin de la guerra. La provincia no había sido escenario de operaciones militares de importancia , ni tampoco espacio de batallas, ni siquiera de bombardeos sistemáticos, a excepción de Cartagena. Tranquila zona de retaguardia Murcia se convirtió en una de las pocas despensas existentes para abastecer el frente republicano. Sin embargo, le tocó ser “liberada de las hordas rojas”- expresión acuñada en la mayoría de los textos de la época-, el 29 de marzo de 1939. Dos días después, la IV División Navarra, al mando de Camilo Alonso Vega, entraba en la ciudad. El papel coercitivo del Nuevo Estado quedaba administrado por las Fuerzas Armadas para asegurar su defensa, una defensa polifacética que comprendía desde la integridad territorial hasta la seguridad interna y el mantenimiento del orden, asegurado por el control de la justicia.
El general Alonso Vega personaliza, en su discurso desde el balcón del Ayuntamiento murciano, el afán por mostrar al Ejército como el modelo a imitar por los ciudadanos, sobre todo al coincidir con los “designios” divinos: la espada del Caudillo había labrado la victoria sobre el ateísmo.
El entusiasmo por el término de una guerra fratricida duró muy pocos días. La promesa de Franco –“perdón generoso para las manos no teñidas de sangre”- quedó incumplida en la misma cobertura jurídica del régimen. Tanto la Ley de Responsabilidades Políticas como la de Depuración de Funcionarios, de 9 y 10 de febrero de 1939, articulaban eficazmente la maquinaria para administrar violencia.Se rechazaba así todo proyecto de reconstrucción pacífica en pro de la reconciliación. Por el contrario, se impuso la dureza del vencedor sobre el vencido. Las cárceles se llenaron de presos y, cuando estuvieron saturadas, se recurrió a recintos religiosos. El delito de ¨ Auxilio a la rebelión ¨ -la acusación formulada contra los defensores de la legalidad republicana – llevó a cerca de 8.000 personas a las prisiones murcianas. Es precipitado, por ahora, ofrecer cifras definitivas sobre los consejos de guerra sumarísimos, en los que se solían dictar penas de muerte. Basta seguir las noticias aparecidas en la prensa local durante los meses de abril a junio de 1939.
En resumen, una represión sangrienta que atemorizó a gran parte de la población produciendo el efecto deseado de una aparente calma social.

La lucha por la supervivencia o la aceptación pragmática del Régimen

Con una economía nacional precaria, excedente tan sólo en carencias, el objetivo fundamental de los murcianos es la supervivencia; el hambre y la escasez de materias primas conducen las actuaciones, a mayor o menor escala, hacia la picaresca del “estraperlo”. La administración de las cartillas de racionamiento por el Nuevo Estado aconseja el repliegue de los viejos entusiasmos revolucionarios o simplemente democráticos. La pasividad aflora como mecanismo de defensa: el afán por no significarse políticamente se convierte en norma de conducta. Sin embargo, la historia de la sumisión al régimen o de la aceptación pragmática es, aún, una historia por hacer.

La persistencia de la dominación tradicional a través de las instituciones

Esa resignación colectiva, de la que habla Tierno Galván en Cabos sueltos y que provenía de la guerra, hacía más cómoda la concentración de poderes y la persistencia de la dominación social tradicional. De hecho, las instituciones locales y provinciales -Ayuntamiento, Diputación, Gobierno Civil, Organización Sindical- van a ser dirigidas, directa o indirectamente, por la élite social más relevante, ligada a la gran propiedad agraria y, por tanto, a los intereses del caciquismo local. A la Organización Sindical, de carácter vertical, le correspondería la defensa de estos intereses a partir de la coacción política y económica ejercida sobre los trabajadores. Los empresarios murcianos ocuparon un amplio espacio en las juntas directivas de las ramas sindicales más característica de la economía regional.
La Jerarquía eclesiástica aportó la legitimación imprescinsible a la dictadura; no existieron fricciones importantes entre el poder político y el poder de la Iglesia diocesana, sino la coincidencia en un proyecto común: el saneamiento de la sociedad presuntamente contagiada por la “nefasta” experiencia republicana.
La Universidad murciana que se configura en la postguerra es un auténtico “páramo intelectual”. Se condena toda producción teórica y científica que se aleje de los planteamientos autoritariosy jerárquicos del nuevo régimen. Desde el punto de vista de su repercusión y relación con la sociedad murciana, se puede hablar de desconexión y falta de relevancia: un centro de paso para el profesorado, escasez de presupuestos, reducido número de alumnos, investigación de escasa calidad y desconectada de la realidad murciana, etc. El máximo centro del saber coincide con el modelo de universidad esbozado por la dictadura franquista: una Universidad más cerca de Dios que de la ciencia.

Por otra interpretación de la Dictadura franquista

El franquismo es interpretado por algunos historiadores – E. Malefakis y S. Payne, por ejemplo – como una larga etapa preparatoria para la democracia. “Sin esta prolongada preparación -escribe el primero- España no podría haber efectuado, desde 1975, la transición a la democracia en la forma tan armónica en que lo hizo”. La valoración de Payne no es más respetuosa con la dramática experiencia de los españoles durante este período: “la despolitización de la sociedad española perseguida por el régimen a partir de 1945 consiguió crear una situación en la que se podía comenzar de nuevo, pero esta vez libres de extremismos de la generación que hizo la guerra civil”.
No menos frecuente en la historiografía sobre el franquismo es el tópico sobre su contribución al desarrollo económico del país en la década de los años sesenta. Dicha interpretación ignora el eufórico contexto capitalista internacional y, por supuesto, las contradicciones de dicha expansión (emigración, desequilibrios regionales, especialización excesiva en la actividad turística…) las cuales afianzarán la economía española en la periferia del mercado mundial. Recientes investigaciones de historia económica atribuyen el retraso que el país experimenta a la política económica del Gobierno, responsable de la desaceleración y reducción del ritmo de crecimiento industrial, en comparación con otros países de Europa que, con políticas más acertadas, se recuperaron de la crisis de la segunda postguerra mundial.
Las opiniones comentadas no ayudan precisamente a la explicación del período franquista sino a su justificación. Serán necesarias aún muchas investigaciones históricas -a ser posible auspiciadas por el libre acceso a las fuentes contenidas en los archivos- que cubra, en primer lugar , el conocimiento del proceso real, en la mejor tradición del positivismo, para pasar, posteriormente, a la interpretación en sus distintas etapas. Es lícito, mientras tanto, sustentar la hipótesis de que a los sectores dominantes de la sociedad española no se les escapó el proceso de cambio político, conocido por los contemporáneos como “transición democrática”. Pero eso es distinto a afirmar que la historia demostrará que Franco lo dejó todo tan “atado y bien atado” que hasta preparó la modernización económica y política. Foucault tendría razón: la historia como disipadora de los problemas y legitimadora de los poderes establecidos.