Saudades

Aún no me marcho de Lisboa ni dejo de ver su costa, ni sus barcas, ni su canela en rama, y ya siento saudades.
Aún no me marcho de Lisboa ni dejo de ver su costa, ni sus barcas, ni su canela en rama, y ya siento saudades.
Segundo Premio V Concurso de Relato Corto Erasmus Thader
Las barcas de la orilla, plagadas de caracolas que anidan en sus cascos,  son acunadas por una marea lenta y detenida.  Se  mueven  con la cadencia  de un fado antiguo,  mientras contemplo las manos raídas por la sal y el trabajo de los viejos pescadores que abrazan, como  al  más  valioso  tesoro,  a  esos  tablones  de  madera,  con  el  afecto  que  sólo  un  abuelo  puede  procurar  a  un   niño.

Es una visión dolorosa pero suave, como la seda desgarrada. Eso nunca lo vi allí, en mi pueblo.  En Murcia lo dulce es dulce, lo violento, violento, y lo triste no suele arrancar una sonrisa a nadie, eso queda para los sádicos.  Aquí es diferente.   Me encuentro en un lugar en el que las horas se suceden como suspiros,  y sin embargo el tiempo está detenido condenadamente, como una pena de muerte, perplejo,  inamovible, eterno.   Me llueven claveles, me escuecen los ojos de la sal, se oye de lejos a José Alfonso  preguntándole a una gitana ambulante, entre sonrisas desesperadas, si estaba cerca el día de su muerte;  la gitana no responde…  Cuanto más me voy alejando del mar más me siento envuelta en agua fresca y me vuelvo  ágil, volátil. Las calles se van estrechando cada vez más y me siento enorme, omnipresente. Ahora huelo a pan y a flores, a frescor de agua, a miel. Escucho también la triste dulzura de una guitarra portuguesa y una voz lejana, sombra de lo que fue,  que,  agolpándose en la barra de algún bar húmedo y familiar como una ola perdida chocando contra un rompeolas, lamenta repetidamente el amor que se fue, la vida perdida,  la  juventud  que  se  escapa. Oigo de lejos el rumor del agua y creo sentir el himno amargo de una sirena vieja y abandonada. Me llegan tangos de marineros que perdieron la vida en el mar, que extrañan la tierra firme y el fuego de la casa. Por un momento siento el impulso de romper a llorar… Un bache en el autobús me despierta de un sobresalto. Todavía no he entrado a la ciudad y ya estoy sufriendo los efectos sedantes de la marea. No puedo evitar dejarme llevar por ciertos tópicos a la hora de imaginar cómo será mi estancia aquí, pero, como poco a poco voy comprobando, la mayoría son más ciertos aún de lo que esperaba. Tener una idea preconcebida de lo que va a ser el viaje no te hace quedar inmune a la sorpresa, sino al contrario. Es sorprendente descubrir tanto que tus intuiciones eran falsas como ciertas. El recorrido hasta allí es muy lindo, sin embargo no deja de ser la Península Ibérica, un paisaje cada vez más  extremeño, no muy nuevo para mí. Nada más abrirse la puerta del autobús me doy cuenta de que ya no estoy en España y desaparece esa sensación de monotonía: el olor, no sabría describirlo, es totalmente distinto aunque algo familiar. No sé lo que es,  pero siento el mareo profundo de un navegante. Como dije, sufro los efectos sedantes de la marea y juraría que el suelo se mueve. Creo que en cualquier momento acabaré por vomitar. Lisboa está atravesada por una serie de contrastes que se repiten a diferentes escalas, pero que siempre están presentes. Conforme voy avanzando por la ciudad descubro las comparaciones superlativas de su geografía, de la estructura de la ciudad, de sus gentes y su manera de vivir, de su idiosincrasia. A la Ciudad Branca hay que venir con actitud de poeta; si no, te pierdes la mitad de ella,  como si se contemplara la luna con gafas de sol. La primera de mis sorpresas ocurre cuando me encuentro en la Baixa. A ambos lados de un barrio que parece excavado en el suelo se alzan la Alfama, a mi derecha, y el Barrio Alto, a mi izquierda. Nada más verlo desde fuera, este desafío del paisaje parece un guiño, casi una burla, a lo cotidiano. Tomo el elevador de Santa Justa, que trae un aire a la Torre Eiffel, y aparezco frente a lo que en otro tiempo fue una iglesia, de la que ahora sólo quedan pedazos. La Igresia do Carmo fue conservada, aunque quedó prácticamente destruida, por algún extraño motivo. Creo que los portugueses deben de tener un sentido del humor bastante peculiar. Exhibir unas ruinas monumentales no es patrimonio único de Portugal, pero estos escombros no son como los del Partenón; hay una especie de mueca orgullosa en estas piedras. Es una manera de lucir las cicatrices con orgullo, de tener presentes las heridas y al mismo tiempo contentarse al ver que están cerradas. Me adentro en la Alfama y me quedo muda. La infinidad de tugurios, que casi parecen cuevas o que realmente lo son, en los que puedes escuchar a auténticos genios de la música y la poesía, hacen a uno sentirse como un minúsculo visitante de una comunidad profunda, triste y privilegiada, de la que sólo se puede ser partícipe a medias. También hay demasiados tabernas para turistas. El fado funciona a veces en Lisboa como una mercancía de exportación que se le ofrece al extranjero en ciertas dosis, para que resulte edificante y sea llevadero, para que no quede tan lejano y no duela; ofrecen el mar a gotas para que nadie se ahogue. Como vuelvo a sentir el efecto del mar en mi estómago, aunque esta vez algo más dulce, decido cambiar el rumbo. Puede que en este momento esté sufriendo síndrome de Stendal. Giro el timón y de repente no sé dónde estoy. En las partes viejas de la ciudad hay edificios pomposos, con miles de azulejos, dignos de familias poderosas, poseedoras de algún título nobiliario, cuyas fachadas están desgastadas y rotas, llenas de ropa tendida,  sucias y abandonadas a su suerte. Esta imagen comparativa contrasta a su vez con la parte nueva de la ciudad, reformada para albergar la EXPO. Mi pequeña travesura de perderme por las calles, sin guías ni folletos, me conduce hasta una vía transitada por turistas que tienen a su alrededor un gran número de músicos y vendedores ambulantes de libros.  El paseo, aunque muy concurrido, tiene un encanto cada vez mayor conforme te vas acercando a un arco de triunfo que te invita a entrar en la Praça do Comércio, a la que los lisboetas llaman el Terreiro do Praço, que en portugués significa el Recinto del Palacio, ya que, antes del terremoto de 1755, que asoló casi toda Lisboa, dicho recinto albergaba el palacio real, que también fue destruido,  junto con una biblioteca que contenía 70.000 volúmenes. Es curioso pero una mitad de la ciudad fue devastada por el fuego, fruto de numerosos incendios que se crearon de manera espontánea a causa del seísmo, y otra mitad por el agua, que brotó del mar en forma de ola gigante inundando las zonas bajas de la urbe. Puedo ver enfrente de mí la desembocadura del río Tajo y definitivamente afirmo que de esto no se ve en Murcia. El río es tan grande que me parece estar otra vez ante el mar. En esta plaza se encuentra el café más viejo de Lisboa, por el que seguramente habrán pasado infinidad de figuras representativas de la literatura o de la música portuguesa.  Le  pido un café al camarero que me entiende perfectamente, aunque yo no me entere de nada, y mientras espero me sorprendo a mí misma sonriendo como una tonta, imaginando si acaso pasaron por allí personajes como Pessoa o Amalia Rodrigues. Puede que hasta hubieran estado sentados en el mismo asiento que yo ocupaba en ese momento. Nunca me gustaron los mitos, y ahora sonrío como una tonta. Me sirven el café y observo que, metida en una bolsita de plástico,  hay en el plato un pedazo de canela en rama. Esto me parece llevar el contraste hasta el extremo. El sabor dulce y amargo del café me despeja y vuelvo a ponerme en marcha. Esta vez voy hasta la torre de Belem, un antiguo faro que se sitúa cerca de la costa y por el que se entra a través de una pasarela que cruza por encima del agua… el Mar, por fin doy con Él. Evidentemente nunca podría ganarme la vida como pescadora, pero lejos de mi anterior miedo a que los leves empujones del mar que intuía al llegar a Lisboa me llevaran a una situación embarazosa, siento un alivio y una paz que no esperaba. El olor del Atlántico no es como el del Mediterráneo. Es ese olor que noté nada más bajar del autobús, cuando aún no distinguía si dormía o estaba despierta. Es difícil de explicar, pero no es el mismo. A través de la pasarela llego a la torre y me asomo por la barandilla. Parece que estoy en una barca, flotando en el agua, acunada por una marea lenta y detenida. Desde lo alto de la torre puedo ver otras barcas a mi alrededor, que se mueven con la cadencia de un fado antiguo, casi puedo escucharlo, como una nana. A lo lejos puedo observar como un viejo pescador, con sus manos raídas por el tiempo, la sal y el trabajo, acaricia su barca, su vida, su medio de subsistencia y de sentirse libre, de dosificar el candor terrible de los fados, de no ahogarse en el mar. El mayor contraste que uno puede encontrar en Lisboa es la manera de ver las cosas de los portugueses. Como su canción popular, el fado, viven con la tierna intensidad de una canción amarga, sirven el café con canela, acarician sus barcas. Si se marchan de allí no sienten nostalgia, sino algo más fuerte: saudades. Es el dolor de la tierra lejana, la añoranza de una forma de estar en el mundo, de reír y llorar al mismo tiempo, de vivir atado al mar. Dicen que todo está vendido, y que no hay ya un rincón del mundo en el que quede un lugar puro, lejos de la mano-Parca del hombre. Aún no me marcho de Lisboa ni dejo de ver su costa, ni sus barcas, ni su canela en rama, y ya siento saudades.