“ SÁBATO ”

A Ernesto Sábato lo hemos tenido de nuevo en Murcia, y fue como si le hubieramos prorrogado, ad calendas graceas, su gobierno de las palabras, su gabinete de la cruda realidad, su departamento de las ideas expuestas queda, pausadamente. Una delicia. Será, entre otros motivos, por tanta amnistía concedida a las fiebres de los hombres, por su trabajo de ermitaño que va por el mundo como misionero de la paz, la libertad y de los derechos humanos.

Es Sábato pastor de la palabra, cazador de sentimientos nobles que creíamos fenecidos, viajero silencioso en el proceloso mar de la incomprensión. Noé da una arca donde puedan convivir tantas razas, tantas castas, tantas causas que no deben darse por perdidas, admirador de Machado que nos demuestra con su torpe aliño indumentario que la voz sirve para algo más que para la adulación.

Por eso, no se cansa de ir por ahí predicando la buena nueva de la solidaridad y la convivencia y alentando a todos para que, Señor, no nos dejes caer en la tentación de la dictadura y el militarismo, más líbranos del mal, amén.

Es también Ernesto Sábato como un primer espada del cerebro que se hubiera escapado de un apelícula de Bergman, y parece conservar un aura de brujo nórdico. Pocos como él han llegado, en el manejo del bistirí de la palabra y de la voz, más cerca del crudo y duro árbol de la vida; pocos como él habrán llegado a descifrarla, a veces, misteriosa e inescrutable voz de Dios.

Pocas personas como este escritor argentino varado desde hace diez años por problemas de la vista conocen tan bien los callejones sin salida del cerebro humano ni las pasiones y ambiciones del Hombre, con mayúsculas.

Pocos como él han explorado el ignoto lóbulo de la ideología dictatorial o la del servilismo, o las frágiles neuronas de la moderación, o las enloquecedoras meninges de la ambición.

De aquel terrible drama de muertos y desaparecidos en su Argentina le ha quedado como rictus de amargura, y a veces parece como si le abandonara el fugaz rayo de la fe en el ser humano.

A estas alturas, pese a todo, quizá sepa ya, eso sí, que lo más peligroso del túnel no está en su tremenda oscuridad, sino en un interrogante: “¿Sabremos qué hacer con la luz que nos reciba al salir de él?”.