Prisas en la escena comunicativa

Cada vez soy más partidario de volver a los orígenes de las cosas para ver si, en esencia, estamos haciendo bien la encomienda que tenemos en cada profesión. Pensemos en los comunicadores, en los periodistas, por poner un ejemplo. Solían repetir en los antiguos manuales de periodismo, que espero que no hayan pasado de moda, que el rumor es la antesala de la noticia, que nos sirve para que indaguemos sobre su realidad o no, pero que, en todo caso, y a nadie debe sorprenderle, no es la noticia misma, ¿verdad?

Conviene que digamos esto cuando la actualidad nos dice que hay personas que ven en sueños cosas que abren los telediarios, cuando el mundo nos conmueve con intenciones que se pueden realizar o no, cuando nos movemos en un imaginario colectivo que es bueno, cuando se trata de elucubraciones sensatas, pero que no es tan óptimo cuando los resultados nos distancian de la realidad misma de un modo absurdo. Prefiero no referirme a las habladurías elevadas de anécdotas a la situación de categoría

 

La prisa por ser los primeros nos lleva a “pasarnos varios pueblos” del límite, o del auto-límite, que deberíamos establecer con firmeza. Como decía un buen amigo mío, hay gente que va a Sevilla, y, cuando se da cuenta, ya está en Cádiz. Y claro, toca volver, recuperar un tiempo perdido que no se vuelve a tener, cuando el gasto, o el daño, ya está hecho.

 

Hay, sin duda, un estrés mediático, una vuelta de tuerca para llegar en la más estricta vanguardia, pero luego resulta que, cuando no es así, no hay explicación posible, ni la damos. Ello redunda en la credibilidad de todos, porque la mayoría de las veces todos nos sometemos a esas prisas por llegar los primeros sin acotar donde vamos, como se pregunta un personaje de ensueño en “Alicia en el País de las Maravillas”.

 

La subida de adrenalina con la que cabalgamos los medios de comunicación es la misma que introducimos en la audiencia, que no siempre sabe ver, o no siempre quiere ver, lo que les mostramos. Las estridencias y las truculencias en forma de imágenes sumamente violentas por el contenido implícito o explícito acaban cansando tanto que, para seguir atrayendo, precisan de más barniz de dureza o de conflictividad. Es un círculo vicioso que conviene detener en algún punto. Todos debemos llegar al consenso, pues creo en la necesidad de una autorregulación. Lo que, finalmente, consigamos será para bien de todos, los profesionales y la misma sociedad a la que servimos.