Principio y fin del teatro independiente

No creo exagerado afirmar que el Teatro Independiente pasará a la historia del teatro español del siglo XX como una de las aportaciones más vigorosas, originales e influyentes de la época. Y esto no sólo porque muchos de sus componentes son hoy nombres destacados en el panorama teatral español, y porque dicho movimiento, aunque con otras formulaciones, fruto de la diferente situación, ha encontrado una especie de continuidad que se manifiesta en la existencia de grupos y formas alternativas de producción en torno a las cuales se mueve hoy una buena parte de los elementos más inquietos y renovadores de la escena actual.

Sino también, y sobre todo, porque de ese Teatro Independiente español de los sesenta y setenta -que toma el nombre seguramente del T. Independiente argentino de los años 50, y de los movimientos “underground” estadounidenses de esa misma época, al tiempo que lo acuña como contraposición al teatro “dependiente” del poder establecido, tanto económicamente como en cuanto a factores básicos, estéticos y políticos- van a surgir las líneas estéticas diferenciadoras de lo que va a ser gran parte del teatro español de los 80 (Véase Teatro Español de los 80, de F. Cabal y J. L. Alonso de Santos, Fundamentos, Madrid, 1985).
Por tanto, la principal aportación, desde mi punto de vista, del Teatro Independiente es haber creado los cimientos en que se apoya gran parte de la evolución del actual teatro español.
Podemos situar el origen del Teatro Independiente, de una manera general, en el descontento de una serie de personas que en los primeros años sesenta iniciábamos nuestra andadura teatral, sin que nos convencieran las vías de inserción en la profesión que se nos presentaban. Por otra parte, aunque nos hubieran gustado, estaban cerradas para nosotros: las posturas políticas, los criterios estéticos, circunstancias económicas, etc, hacían para muchos inviable el poder- y querer conectar con ese mundo extraño que se desarrollaba por entonces en los escenarios españoles.
Por esas razones, y al amparo de corrientes e influencias como el Mayo Francés, los modelos autogestionarios o comunales, los modos de producción igualitarios, que se reivindicaban en aquella época, nació la fórmula del “grupo independiente” como alternativa vital, cultural, política y profesional para los jóvenes que, como decía, iniciábamos en esos momentos nuestra andadura dentro del teatro.
Por desarrollarse ese trabajo en un medio donde la complicidad entre sus componentes era objetivo y seña de identidad predominante; por estar alejado de los centros teatrales al uso, y ser la itinerancia y la busca de nuevo público allá donde se encontrase su principal forma de vida, la actividad creadora de estos grupos fue por derroteros diferentes a los del teatro al uso, así se creó un estilo, unas formas dramáticas y una manera de entender el hecho teatral absolutamente específicos.
Se creó, pues, una cultura teatral paralela, con señas propias y reconocibles, sincrética y rica, que no dudaba a veces en recurrir a recursos teatrales tradicionales, buscando la eficacia dramática, entrando en otros momentos en el campo de la más pura investigación escénica. Había mucho que decir, que decir, que inventar, muchas barreras contra las que luchar, y las crisis se sucedían, así como el desfile y trasvase de componentes de unos grupos a otros. Y así, con resultados espectaculares a veces, y con equivocaciones notables otras, el Teatro Independiente iba constituyendo una corriente alternativa, vigorosa y espontánea a la vida teatral del momento. Por el Teatro Independiente hicieron su entrada escuelas, líneas, tendencias y diferentes posibilidades teatrales, apoyadas en nombres de hoy en día tan asumidos como Stanislavsky, Grotovsky, Meyerhold, y, lógicamente, Brecht.
En el Teatro Independiente se luchaba contra la estructura política, contra el modo de hacer teatro al uso, contra las costumbres, contra la tradición… Una de las características más señaladas de parte de este movimiento era el término “colectivo”. Se huía del culto a la personalidad. En los programas de mano no aparecían los repartos (lo que motivó, por ejemplo, que Lázaro Carreter, al hacer la crítica de mi obra Viva el Duque, nuestro dueño, y querer elogiar el trabajo de una de las actrices, tuviese que escribir: “Destaca el trabajo de la actriz más alta”). Se obviaba la necesidad de un director, afirmándose, casi siempre en contra de la realidad, que la dirección era colectiva. (Se cuentan anécdotas conocidas de que si un grupo iluminaba el espectáculo por vocación, o en otro se votaba a mano alzada si tal o cual actor trabajaba en determinada escena…) Y, por supuesto, el término “autor” “gozaba” en algunos de estos grupos de un notable desprestigio: primaba la creación colectiva, los espectáculos creados a partir de improvisaciones en torno a un determinado tema, o los refundidos textos “sobre textos de…” Aunque fuera precisamente de mano del T.I., en Festivales como el del Sitges o Salas como la de Cardaso, etc., donde se dieron a conocer autores como Romero Esteo, Domingo Miras, Luis Riaza, Nieva, Martínez Medeiro, Ballesteros, Alfonso Jiménez Romero, Perez Casaux, Ruibal, Matilla, López Mozo, y un largo etcétera.
Durante mi larga época (quince años) de Teatro Independiente tuve que asumir, al igual que muchos de mis compañeros, las diversas tareas de actor, director, autor, técnico, tramoyista, promotor, escenógrafo, chofer, mozo de carga, y todas y cada una de las mil actividades que implica el montaje de un espectáculo, desde el momento de su concepción hasta el de su representación. Pero, en definitiva, había siempre algún responsable último de cada tarea, que poco a poco y por eliminación (ya cada uno iba dejando de hacer aquello para lo que demostraba ser más definitivamente inútil) iba asumiendo de forma más fija tal o cual parcela.
Algunos de estos creadores semianónimos de los que hablábamos fueron revelando su personalidad y empezando a ser conocidos hacia finales de los años 70, consolidándose su trabajo personal en la presente década de los 80, ya con nombres y apellidos.
En los primeros años 80 va teniendo lugar una cierta disolución del movimiento independiente, al empezar a integrarse sus nombres más importantes en otras formas de producción. Se ha producido, además del cambio en el país ya citado, un lógico cansancio entre sus componentes, a la vez que el teatro empieza a dejar de ser, aun entre los sectores más concienciados, vehículo de contestación política directa. Esto trae consigo, al igual que en otros campos de la cultura, una cierta desorientación en algunos creadores. Así, muchos de los antiguos grupos (Tábano, Goliardos, TEI, Teatro Libre…) se van disolviendo, y los nuevos que surgen traen otros planteamientos en los que prima más lo estrictamente artístico, excepto en lugares como el País Vasco, en permanente estado de crispación política, o Cataluña y Galicia, donde el factor lingüístico y la nacionalidad son objetivos de reivindicación unificadores. También sufre este movimiento, pasada la euforia del cambio, el famoso “desencanto”, que trae consigo una desvitalización y abandono por parte de gran parte del público de este tipo de espectáculos, sin que se llegue a encontrar alternativa en los nuevos grupos; por otra parte, el que debía ser el nuevo público y las administraciones locales orientan ahora sus intereses hacia otras formas de comunicación antes más reprimidas y que resurgen con fuerza, como los grandes conciertos de rock y las fiestas populares, lo que hace que queden muy reducidos los circuitos donde antes tenía su principal funcionamiento el T.I.
Los nuevos grupos, a diferencia de los anteriores, en los que se daba una cierta anarquía administrativa (otra forma de escapar a los controles), adoptan fórmulas legales diversas (cooperativas, sociedades anónimas, etc.) impensables en otras épocas, pero necesarias ahora para acceder a las ayudas y circuitos oficiales, indispensables en la actualidad, ya que la Administración se erige como el principal empresario teatral del país. Es el fin de la “independencia”. Las formaciones que sobreviven (Joglars, La Cuadra, Comediants…) tienen que reestructurarse o hacer notables cambios en sus planteamientos profesionales.
No obstante, los nuevos grupos, siguen optando, en general, por formas de creación no autorales: hay en la actualidad, un auge del teatro-danza, creaciones colectivas, espectáculos visuales, “performances” (la versión de los 80 de los “happenings”), aunque en ocasiones recurran a los nuevos autores, con frecuencia procedentes de los propios grupos, o a versiones de obras de repertorio.
Por otra parte algunos creadores de fuerte personalidad conservan a su alrededor grupos más o menos estables para crear sus espectáculos, muy personales y reconocibles, en los que la autoría debe ser entendida de modo no tradicional. Es el caso de Boadella o Távora con los mencionados Joglars o La Cuadra.
En Cataluña, debido a una serie de especiales condiciones, es donde los grupos y compañías independientes encuentran un medio más adecuado para desarrollar sus trabajos, y surgen formaciones que heredan alguna forma algunos planteamientos vitales del T.I., como La Cubana o “Fura del Baus”, con propuestas sumamente atractivas y originales, al tiempo que prosiguen sus actividades otras como Comediants. Surge también un nuevo modelo empresarial, más profesionalizado, que vemos en grupos como Dagoll-Dagom o Tricicle.
De toda aquella época, difícil y fructífera, del Teatro Independiente de los 60 y 70, la época de Bululú, Cátaro, T.E.I., Ditirambo, Goliardos, T.U.M., Teatro Circo, Margen, Caterva, Esperpento, Adriá Gual, Tábano, El Búho, P.T.V., Teatro Libre, Bambalinas, La Picota, Joglars, La Cuadra, Comediants… y tantos otros, más o menos conocidos, nos queda el recuerdo de sus gentes, sus espectáculos y de sus valiosas aportaciones a todos los niveles. Detrás de esos nombres hay una larga historia de entrega y entusiasmo por parte de todos sus componentes, creadores que aportaron vitalidad, talento y energía al teatro español de aquellos años, y del futuro.