Por la búsqueda del equilibrio en el desarrollo comunicativo

El ser humano es así: somos así. Tan pronto estamos ante un nuevo avance que nos espanta como, poco después, a este progreso mismo lo fagocitamos, o bien nos digiere a nosotros. Los elementos mecánicos, técnicos o tecnológicos han de estar en todo instante en un sano equilibrio entre el ser, el poder y el deber, y, si me apuran, el deber ser.

Todo va muy deprisa, y cada vez más, y no siempre caemos en la cuenta de lo que ello supone.Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a los ciclos, a las sendas más o menos repetidas o repetitivas. Eso es bueno y malo. Ya todo nos parece rutina, pero, si miráramos unos pocos años atrás, si nos percatáramos lo que ha evolucionado el mundo, nuestro universo cercano, en apenas década y media, nos daríamos cuenta del salto cuantitativo y cualitativo que todos hemos dado, que nos ha mejorado en algunas cosas y que debemos procurar que nos mejore igualmente en otras. Los primeros teléfonos móviles (ustedes lo recordarán) nos salpicaban con sentimientos de perplejidad, de entusiasmo, de curiosidad, de alegría, de incredulidad sobre su validez e implantación, etc. Pensábamos que era algo que iba con la moda, una moda cara entonces, exótica también. Nos insistíamos en que todo sería pasajero, o, cuando menos, para una minoría selecta. Pocos años después, de minoría nada. La extensión en los distintos órdenes ha sido aplastante. Todos estamos enganchados. Incluso hay estadísticas que dicen que existen tantos teléfonos como habitantes, lo cual quiere decir que, en ese parque de permanentes novedades, hay muchísimas personas, muchos poseedores, con más de uno y de dos.

Si miramos las tecnologías de nuestros coches, con radios, teléfonos, televisiones, localizadores de situación, ordenadores que chequean el “bienestar” o la evolución del vehículo, con multitud de instrumentos y de ingenios, nos damos cuenta de la auténtica revolución en la que nos hallamos. Todo en los otros ámbitos existenciales está informatizado: miremos los relojes, las tarjetas de crédito para obtener dinero o para entrar a muchos lugares (incluyendo al propio lugar de trabajo), todo lo que nos rodea tiene un “chip” milagroso que identifica, permite, avala, contrasta, ratifica, domina, invita, permite, convoca, rechaza o mil posibilidades más que entroncan con una vida diaria, la de los ciudadanos y ciudadanas en general, que se mueven, sienten y emprenden sus repetidas jornadas con unas actividades y actuaciones tremendamente diversas en las perspectivas, en los resultados y en lo que concierne a las estructuras mentales que teníamos hace tan solo unos años.

La transformación es absoluta, descomunal, terrible incluso, por los cambios que se suceden sin que apenas tengamos tiempo de asimilar lo que va pasando. No hemos aprendido a utilizar un determinado instrumento cuando éste progresa a otro estadio, supuestamente mejor, que debemos aprender igualmente. Esto produce inseguridad, estrés en algunos casos, y, en otros, la visión de que dominamos lo que está sucediendo, lo cual no es verdad. Vivimos en el mismo espacio, quizá (y quito el quizá) más deteriorado, en el tiempo que nos ha tocado, no muy diverso de aquel de hace una década, pero, pese a las apariencias, no todo es igual.

 

El coste de un progreso exponencial

Saltamos de un invento a otro, de una progresión geométrica a otra aritmética, de una coyuntura a otra, como si todo, como si lo que hay más allá, estuviera siempre a la vuelta de la esquina, presto a que se hallara sin más dificultad. Lo que realmente llama la atención es que no es exactamente así. Todo tiene un coste, que se presenta de manera más o menos visible en lo social, en lo económico, en lo humano, en la calidad de vida, en lo que otros podrían tener y tendrán con más dificultad, en lo que otros tendrán de manera más acelerada (ni una cosa ni la otra es buena)…

Hemos pisado el acelerador en todo, incluso en la insensatez de esperar a ver lo que pasa sin pensar en lo que ya estamos haciendo. Así nos va. Lo que toca ahora es una vuelta a la reflexión, una mirada hacia atrás para quedarnos con lo bueno y para fomentarlo en la medida de lo posible, olvidando y apartando aquello que nos parece menos óptimo. Hay quien dice que el mundo está en equilibrio. Lo creo. Si es de este modo, cualquier cosa que hacemos tiene su repercusión en un sentido u otro. Procuremos que la mejora siempre sea el punto de inflexión, sobre todo si esa ventaja es la de los demás, lo cual hará que también sea, a la larga, la nuestra.

La coherencia de las existencias que nos ha tocado desarrollar ha de llevarse, asimismo, en este plano de las nuevas tecnologías. El intento de conseguir que el avance sea pacífico y nunca malogrado desde la carencia o el fomento en exceso ha de ser la premisa de nuestro aprendizaje, que se ha de ver compartido y solidario. No vayamos a ninguna carrera en solitario. No es bueno, si es de esta guisa, si lo hacemos así, pues se hace pesada, a menudo nos equivocamos, y no tenemos, por otro lado, compañía para disfrutar del paisaje y del paisanaje de personajes excepcionales que, en todo momento, hay a nuestro lado. Seamos coherentes en todo lo que podamos, e igualmente en el uso y el aprovechamiento de las nuevas tecnologías. Como aquel que dice, estamos empezando. Conviene que lo pensemos y que demos “pistas” en la ida, para no perdernos como Pulgarcito. Ya se sabe: de lo más sencillo siempre se aprende. No dejemos que las ciencias y sus nuevas tecnologías nos distancien de este asomo de verdad.