Notas sobre el trabajo en Kafka

La obra de Franz Kafka se halla plagada, casi obsesivamente, de referencias al mundo del trabajo, convirtiendo éste casi en objeto de culto. Incluso fuera de su misma obra, en la vida real, Kafka aludía con frecuencia al problema del trabajo y su incapacidad para ser pieza im portante dentro del mundo laboral. El profesor Alfredo Montoya realiza un minucioso recorrido en torno a la obra del genial escritor a través de sus alusiones al tema del trabajo.

El trabajo es tema insistente y hasta obsesivo en Franz Kafka. Es per manente en su obra -especialmente en los grandes relatos: La metamorfo sis, América, El proceso, El casti llo…- el personaje en angustiosa búsqueda de una acomodación social de la que es emblema la posesión de un oficio. En El proceso se complace K. en afirmar: “tengo ya un hogar, una situación y un trabajo real”, lo que es tanto como decir: estoy instalado en el mundo.

Max Brod (en la nota final a la primera edición de El castillo) nos presenta a Kafka como un indigente Fausto al que no empuja “la sed de supremos secretos ni de fines superiores”, sino algo tan aparentemente modesto y elemental como “la necesidad de pertenecer a un oficio, a un hogar, a una comunidad”; afán modesto sólo en apariencia, pues del modo en que ocurra esa inserción plural depende la vida del hombre. En el Cuarto cuaderno en octavo lo expresa Kafka claramente: “Nadie en esta tierra produce más que su vida espiritual; no tiene mucha importancia que, según las apariencias se trabaje para alimentarse, vestirse, etc.; el hecho es que con cada bocado visible, se recibe también un bocado invisible, con cada vestido visible también un vestido invisible…”.

Trabajar es, así, hacerse (Engels escribió que “el trabajo ha creado al propio hombre”; Proudhon, que el trabajo es “una segunda creación en el seno de la creación misma”). Trabajar es estar vivo, asentarse en la realidad y contribuir a edificarla. Por eso la búsqueda de empleo del joven emigrante de América es más que una peripecia laboral: es la búsqueda de un sentido a la vida.

Tan grande es el poder conferido al trabajo como el pesar que causa su falta o la frustración que produce no ser pieza apta del gran mecanismo laboral del mundo. Mas allá de la ficción, Franz Kafka padeció en su propia vida la mordedura de la culpa de sentirse trabajador incapaz. En la conmovedora Carta al padre, el es critor compara la enérgica laboriosidad paterna con su propia debilidad e impericia: “mi rendimiento de trabajo total -confiesa a su temido y admirado padre- tanto en la oficina como también en casa, es mínimo; si tú te dieras cuenta, te aterrorizarías”.

Si la inadaptación al trabajo fue un problema obsesivo del Kafka real, no lo es menos en su obra, donde se reiteran, con la agobiante insistencia en la que fue maestro, los elogios (no pocas veces teñidos de burla) a las ocupaciones productivas, las distanciadas descripciones de tareas y ambientes laborales, el retrato de las complejas y conflictivas relaciones entre patronos y empleados, la referencia permanente a la angustia producida sea por la busca de un trabajo, sea por el temor a perderlo.

La obsesión del culto al trabajo es constante en América, obra que gira toda ella, en torno al anhelo del joven Karl Rossmann por alcanzar algún día la mítica condición de empleado. Rossmann sueña así con verse “ante su escritorio, como un empleado cabal”, sin ocuparse de “otra cosa que de sus trabajos”. Y se promete que, llegado tan venturoso evento, “si hiciera falta, también dedicaría la noche a la oficina” y “no pensaría sino en los intereses del negocio”.

Esta condición central del trabajo en la vida (que llega incluso a convertir la vida toda en pura dedicación laboriosa) queda reflejada también en el despertar de Gregorio Samsa. A pesar de que éste acaba de advertir su transformación en un insecto monstruoso, tan espantoso suceso no le hace olvidarse de su condición más profunda, esto es, de su profesión; y ocurre así que los problemas cotidianos del viajante de comercio desplazan en su atención a lo tan extraordinario (su horrible mudanza física).

La inverosímil metamorfosis de Samsa es así subrayada por un efecto dramático muy real: las asfixiantes complicaciones laborales que le produce su transfiguración. Hay una tensa trama de acusaciones por parte del superior de Samsa y de intentos de justificación a cargo de los familiares. Ante el absentismo laboral del empleado, la madre proclama que “el muchacho no tiene otra cosa más que su trabajo”, rindiendo así tributo a un sistema social que diviniza la labor productiva. El superior reprocha a Samsa, por el contrario, que “su trabajo ha dejado mucho que desear”. El infeliz transfigurado se afana en una patética cadena de buenos propósitos: “me visto al momento, recojo el muestrario y salgo de viaje”; “trabajo a gusto”; “trabajando lograré abrirme paso” “no se vaya usted sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte”. Samsa – Kafka implora ser admitido a la normalidad al trabajo, mientras que se esfuerza por desconocer su radical diferenciación.

El final de La metamorfosis contiene una amarga lección: sólo desaparecido el disidente, el marginal, se logra restaurar el buen orden de la mundanidad. Sólo muerto Samsa puede su familia disfrutar del placer del paseo y contemplar el futuro alegremente, reconfortados padres y hermana por el hecho de que “sus tres colocaciones… eran muy buenas”.

Igual que Gregorio Samsa permanece hipnotizado por las responsabilidades del trabajo en los momentos que más justificarían poner entre paréntesis el mundo laboral, K., el protagonista de El proceso, no deja de pensar, en medio del inexplicable asunto judicial en que está inmerso, en su profesión, a la que reputa escudo protector frente a la inclemencia del vivir: “en el Banco… estoy siempre preparado…, me encuentro siempre pleno de trabajo, debido a lo cual conservo permanentemente mi presencia de ánimo”. También aquí está omnipresente el temor a que el proceso que pesa sobre él motive su despido; también, la admiración al empleado eficiente y próspero; también, la idea del trabajo como sustituto de la vida (“él podría parapetarse frente a todas las preocupaciones ajenas a su profesión…”).

La misma monomanía laboral se encuentra en Brumfeld, un solterón, desazonado ante un trabajo que considera insuperable, amenazado por la sombra del despido, habitante en fin de ese “mundo del temer” kafkiano al que alude Roger Garaudy.

El retablo de oficios presente en la obra de Kafka daría lugar a un interesado inventario para el que ahora no disponemos de espacio. Valgan como muestra algunos ejemplos: el viajante de comercio de Preparativos para una boda en el campo (sin olvi dar, claro es, al desventurado viajante Samsa), el estudiante dependiente apodado “Café puro”, por el mucho que ingiere para poder trabajar noche y día (personaje de América), la complicada nómina del increíble “Hotel Occidental” (también Amé rica), el mundo de funcionarios y ser vidores de El castillo y El proceso, los inaccesibles ingenieros de Una visita a una mina…

La respetabilidad social del trabajo no despoja a éste de sus elementos frustrantes. Uno de los viajantes de Preparativos… confiesa imprevis tamente, entre sollozos, que se le oprime. Los capataces de La muralla china, tras de construir quinientos metros en cinco años, “quedaban exhaustos y habían perdido la confianza en sí mismos, en la muralla y en el mundo”. Las camareras de El castillo están “abandonadas de Dios y de los hombres”. En fin, desbor da patetismo lírico el hermosísimo re lato de Thérése sobre la muerte de su madre, obreras como ella; relato que por sí solo justifica la calificación de “novela dickensiana” que Kafka dio a América.

En la descripción de los ambientes de trabajo se manifiesta con transparencia el sentido -el sinsentido- último del trabajo (y de la vida, de la que es parte principal) en Kafka. Se trata de lugares desestructurados, literalmente enloquecidos o alienados, provistos de una mecánica lógica interna, absolutamente inhumana. A veces, son salones inundados de multitudes, cruzados por camareros vertiginosos (el “Hotel Occidental”); otras, insólitas porterías (como la del propio Hotel) en las que se afanan porteros y auxiliares ante una turbamulta de consultantes que preguntan en diversidad de idiomas y a los que se responde también en catarata. No menos opresiva y disparatada es la oficina de Brumfeld, que, dado su exiguo espacio, impide que los escribientes puedan sentarse; la misma angustia loci aparece en la oficina de Klamm (El castillo), en la que los funcionarios se aplastan unos contra otros.

El implacable maestro en la invención de contrastes, de distorsiones, que es Kafka sitúa a veces las ocupaciones en los marcos más impensables. En El castillo hay unos funcionarios tan atareados que viajan en carruajes y trineos materialmente inundados de documentos, de cuya revisión se ocupan. El salón de audiencias y su entorno ( El proceso) componen un laberinto de corredores, habitaciones, patios, empleados de la curia, criadas que preparan comidas, niños que juegan por las escaleras; laberinto con el que Kafka, al tiempo que subraya lo caótico de la jurisdicción, profana describiendo sus miserias, el mundo hermético y sagrado de la administración de justicia.

No son distintos los propósitos y los resultados en la descripción de aquellos secretarios de El castillo que dicen trabajar día y noche (otra vez la obsesión kafkiana del trabajo coextenso a la vida) y que reciben a los justiciables acostados en sus dormitorios.

La venganza contra la respetabilidad oficial del trabajo está también presente en la introducción malévola de elementos de indisciplina, de juego, y, en definitiva, de rechazo frente al sistema establecido, en las relaciones laborales. Los ayudantes del aspirante a agrimensor de El castillo no cesan de importunar a éste, con constantes puerilidades; la misma incapacidad de tomar en serio el trabajo se observa en los escribientes que causan la desesperación de Brumfeld. Esa ambigüedad de las relaciones jerárquicas, en las que el superior no logra imponerse a los subordinados, se extrema en El castillo, donde “los criados son los verdaderos amos” (como más tarde había de mostrar Losey en El sirviente).

La formación jurídica de Franz Kafka (Doctor en Derecho y experto en Seguridad Social), así como su propia experiencia de empleado, asoman a muchas de sus páginas. Aparte de las muchas referencias a la ley y los jueces, los conflictos laborales son tema insistente en su obra; recuérdese la calurosa defensa que Rossmann hace del fogonero en América, o la enmarañada discusión que recorre todo El castillo acerca de la verdadera categoría profesional de K.

En el interminable camino hacia la tierra prometida y no alcanzada, hay una desesperada invocación a la mundanidad (“procura cooperar con el mundo en la lucha entre ti y el mundo”, escribe Kafka en las Con sideraciones acerca del pecado); el es fuerzo que levanta esa invocación no puede mantenerse sin embargo. El empleo añorado (y tantas otras metáforas de plenitud) se hará esperar indefinidamente, vencido por el destierro. El trabajo buscado, mientras dura el anhelo de las demandas y ave riguaciones, se yergue en el horizonte como prometido edén; el trabajo desempeñado se muestra trampa e instrumento de tortura, y al tiempo causa de ansiedad por su posible pérdida.

La idea de la vida -y del trabajo, claro está- como laberinto indescifrable y oscuro túnel, presente en toda la obra de Kafka, resplandece con fulgor doliente en La construcción, angustiosa alegoría del trabajar (y vivir) sin certidumbre y sin descanso. “Este mundo -resume el escritor en el Cuarto cuaderno- es nuestro extra vío”; pero aún siendo “malo, es decir, opuesto a nuestro espíritu”, no nos es dado acometer su destrucción: este mundo es “una entidad indestructible” dentro de la que nos encontramos perdidos.