Nada que decir. Apuntes acerca del discurso vacío

Creo que no me falla la memoria cuando digo que fue Roland Barthes quien afirmaba que hoy más que nunca se hace preciso hablar acerca de “nada que decir”. Puedo, no obstante, estar perfectamente equivocado. Tampoco es relevante. Voy a ocuparme sobre todo del discurso acerca del arte (las artes), pero mis palabras pueden ser extensivas a otras áreas.

De un tiempo a esta parte, asistimos a un proceso de vaciado creciente de los análisis de las obras artísticas. De aquí no se sigue que tales discursos escaseen. Todo lo contrario. Hallamos un exceso de explicaciones sobre lo artístico. Esto es bastante lógico. Dado que todo o casi todo es o bien una obra de arte o es susceptible de serlo, se hace necesario explicar cada uno de los fenómenos que conforman el catálogo estético. Evidentemente, no pretendo dar cuenta de todas las obras de arte ni voy aquí a ofrecer aquí un recopilatorio de las “mejores” críticas con objeto de escarnio. Que cada uno piense en la que acuda a la mente o, en su defecto, que abra cualquier revista sobre arte (cuanto más moderna y cool tanto mejor).

Lo primero que el lector de ese tipo de publicaciones (también valen algunas notas aparecidas en rotativos ordinarios o catálogos de exposiciones) encontrará es una serie de palabras repetidas una y otra vez: transversalidad, descentralizado, fronteras, articulado, (auto)conciencia, disciplinar, global, etc. Y otra serie de términos cada vez más “cultos” que tratan de explicar los nuevos productos artísticos.

    No ignoro que la vieja tensión entre arte (arte “de verdad”) y mercado hace mucho que ha quedado obsoleta, resolviéndose en una relación pacífica, casi amistosa e indisoluble, entre ambas esferas. Gracias a esa unión aceptada mayoritariamente se favorece la producción de cada vez más y más obras artísticas. No es fortuito que cada vez haya más obras de arte, que todo pueda ser contemplado bajo la mirada estética (esto tampoco es nuevo, no se engañe). Precisamente por ese maridaje feliz entre arte y mercadotecnia surge el exceso de artisticidad, hasta el punto de que algunos críticos, los más pudorosos, se ven en serios aprietos para delimitar qué es arte de lo que es una mera chorrada. Ahora bien, para cada situación problemática surgen nuevas soluciones y nuevos teóricos. En este caso, el séquito de intérpretes de ese rey con un traje nuevo, a quien Agustín García Calvo dedicó unas páginas magníficas: “De cómo el rey está en paños menores”.
    No me interesa aquí tanto tratar de entrar en el debate de si la mayor parte de objetos artísticos que nos rodean caen dentro del saco “arte” o del de “chorrada”, sino, una vez asumido que hay un discurso institucionalizado, esto es, subvencionado o sufragado por alguno de los satélites del establishment, tratar de esbozar, someramente, cómo funciona ese discurso y cómo una chorrada puede convertirse mediante el verbo, mediante un acto de Magia™, en arte.
    Alguno de los lectores conocerá el texto de Pierre Bayard Cómo hablar de los libros que no se han leído (que yo, movido por un espíritu de coherencia para con el título, tampoco he leído). Pues bien, podemos parafrasear dicho título y preguntarnos “¿Cómo hablar de algo acerca de lo que apenas hay nada que decir?” Wittgenstein nos enseñó que si algo puede ser dicho, puede ser dicho claramente. Esta es justamente la primera regla que se viola en la mayor parte de discursos contemporáneos sobre el arte. De modo que una de las cuestiones que se me suscitan es que si algo no puede ser dicho claramente tal vez se deba a que no pueda siquiera ser dicho (o mejor aún, que no haya nada que decir al respecto). Pero la situación real es que se dice y mucho, y para nada “claramente”.
    Tenemos por una parte una unión alegre entre mercado y arte y, por otra, una serie de teóricos con un discurso tan sofisticado tan sofisticado que no se entiende nada. ¿Es una mera coincidencia? Se me figura que no. Si recurrimos un poco a la Historia, advertiremos que a lo largo de los siglos, ha sido de gran utilidad para los que han detentado el poder que el “pueblo” rozase el analfabetismo. La forma contemporánea de mantener esa distancia en tiempos de una supuesta ruptura de las fronteras culturales, de democracia participativa y de fobia a cualquier cosa que suene a autoritarismo es incrementar la complejidad (aparente) del discurso. La metáfora del traje nuevo del emperador se presenta como una forma magnífica de dar cuenta del fenómeno. “Si no entiendo lo que me dicen estas personas tan cultivadas se debe a mi propia incompetencia. Debe ser verdad y lo mejor que puedo hacer es asentir”. De este modo se resume la actitud del lector (u oyente o espectador) medio. Pero lo cierto es que, como sucedía en el cuento de Andersen, y como García Calvo volvió a recordarnos, el rey está en paños menores.
    Si no me falla la memoria otra vez, creo que era Oscar Wilde quien afirmó que la vida imita al arte (y no a la inversa). Es por ello que estas notas que he esbozado a propósito de la crítica artística tienen plena validez para otros asuntos menos inocentes. Hoy, como siempre, la complejidad gratuita y excesiva en el discurso sirve para favorecer el continuo flujo monetario y el mantenimiento de una élite bien económica o política, bien cultural. Mi recomendación por tanto es que cerremos nuestros oídos a las palabras vacías, al “nada que decir”, y seamos como ese niño que, en medio del desfile, movido por su ingenuidad, grita: “¡Pero si no lleva nada!” Por probar no perdemos nada tampoco.