Muchas posibilidades informativas, muchas carencias comunicativas

Sorprende que el grado de evolución humana no esté siempre, o en la medida que fuere oportuna, en el punto que da más ventaja a la colectividad en un sentido pleno y auténtico. No sacamos partido a los elementos que nos rodean. Es un hecho. La vida está llena de paradojas, de contradicciones en sentido amplio y estricto, y sobre las cuales continuo pensando en la idea (no sé si equivocada) de que todo es corregible antes o después.

Sigo pensando en lo obvio: lo que más vale en un ser humano es su felicidad. Además, se trata de una circunstancia que, para que se muestre en toda su plenitud, se ha de alcanzar, si se consigue, claro, vislumbrando las necesidades de los demás, las condiciones y los condicionantes de los otros, que son tan importantes como los propios, o han de serlo, al menos. No concibo la dicha de nadie, y menos aún la mía, si los demás no son todo lo felices que deberían. Para ello, nos indican los expertos (véase la famosa “Pirámide de Maslow”), han de saciarse previamente una serie de necesidades básicas, como son el comer, el tener un hogar, el poderse asear, el contar con unos padres y una familia más o menos estructurada, el disponer del ambiente adecuado para poder aprender conocimientos y valores determinantes en nuestras vidas. Esto sería lo primordial para rozar, cuando menos, la dicha.

Y, claro, cuando observo como se vive en cinco sextas partes del mundo, como viven cinco de cada seis ciudadanos y ciudadanas del planeta tierra, no parece que haya motivos para un contento generalizado, salvo que nos engañemos. Hambres, enfermedades, guerras, conflictos de todo tipo, sollozos, lágrimas por pérdidas irreparables, muertes presurosas y apresuradas por una existencia llena de contradicciones, controversias y discriminaciones. Las caras de los niños, que son espejos de las almas de todos, se rodean de plagas, de desventuras, de basuras, de desechos, de fallecimientos atormentados tras seísmos, ciclones, hambrunas, patologías diversas y, sobre todo, como resultado de insensibilidades ingentes que no aprecian la necesidad misma de mitigar y de evitar todo eso. ¿Dónde queda la felicidad? ¿Sabe la mayoría que existe? ¿Hacemos lo debido?

Podríamos hacer mucho, pero no es así. Se siguen prodigando las carestías de cuerpos y de almas, que vagan en pena por un planeta que ya no tiene el mismo verde esperanza ni el azul de la inteligencia y del sosiego con el que soñamos cuando niños. Millones de infantes ya no son ni siquiera pequeñas criaturas humanas investidas de una dicha ingenua. La vida les dice muy pronto lo que no tienen y les brinda una faz tan amarga como sus mismas existencias. Entretanto, el Primer Mundo navega en la incertidumbre de cuanto dinero hay que gastar para afrontar el juicio, el veredicto de la crisis. Supongo que nos falta comunicación, al menos de aquella que deberíamos considerar esencial. Ésa es la historia. ¿Ven por lo que no es fácil, si nos informamos bien sin actuar, que seamos auténticamente felices? Bueno, lo es, pero, seguramente, nos hemos empeñado en demostrarnos todo lo contrario, y eso, en esencia, es una nueva contradicción humana con la que no hemos de comulgar si deseamos una auténtica mudanza en lo que está pasando. Los avances en estado puro, los que vienen de lo material, de lo tangible, han de armarse de valor y de valores para que el progreso sea genuino y para todos, fundamentalmente partiendo de la necesidad de corregir desniveles en los estadios y en las capas más necesitadas. Si no sucede así, fallamos en lo fundamental.