Miguel Hernández y El Torero más valiente : vocación poética de una “tragedia española”

La obra dramática de Miguel Hernández se distingue, entre otras características peculiares, por su manifiesta vocación poética constante, rasgo que el poeta oriolano intentó reducir en su búsqueda de un teatro “moderno”, truncada al final de la guerra civil, dando al traste con los ilusionados proyectos del joven dramaturgo.

Conocíamos el teatro de Hernández sólo en parte, y, de hecho, cuando nos lanzamos a la empresa de realizar el primer estudio de El teatro de Miguel Hernández fuimos conscientes de que una pieza permanecía inédita, por razones para nosotros un tanto inexplicables y oscuras. Y así lo hicimos constar en la primera edición de nuestro libro (Cuadernos de la Cátedra de Teatro, Universidad de Murcia, Murcia, 1981) y lo reiteramos en la nota previa a la segunda (Caja de Ahorros Provincial de Alicante, Alicante, 1985). La tal obra era El torero más valiente , de la que disponíamos apenas de unas escenas, publicadas por Ramón Sijé en El Gallo Crisis , la revista católica de los años treinta en Orihuela.

Entrado el otoño de 1986, aparece, editada por Agustín Sánchez Vidal, la pieza (I) cuyo manuscrito original no nos fue permitido consultar en 1980, cuando realizamos nuestro trabajo. Podemos explicarnos en parte ahora las razones que la viuda de Hernández tuvo para conservar, sin mostrar a nadie, un manuscrito precioso para los investigadores. Al parecer, y según explica su actual editor, casi no se puede leer, por lo que él se ha visto obligado, en cierto modo, a restaurarlo. Tal situación de un texto como éste nos preocupa, a pesar de los sobrados méritos hernandianos de su editor.

Anotados estos datos previos, procede encuadrar la “nueva” obra dramática de Hernández en el marco de nuestro libro, aunque podemos asegurar que el nuevo texto no invalida las que fueron líneas maestras del ensayo, sino que, bien al contrario, las confirman en todos sus términos. El teatro de Miguel Hernández, endeble desde el punto de vista dramático, observa una gran riqueza poética, que se advierte en el manejo de un rico y expresivo lenguaje lírico, forjado en la tradición clásica, aunque actualizado con gestos y tonos muy personales; en la belleza de algunos parlamentos, desarrollados con autenticidad y cierto sentimentalismo; y, sobre todo, en la presencia de muchas canciones de tipo tradicional en el interior de la obra. No hay que insistir en que este recurso dramático, aprendido por Hernández en Lorca y más remotamente en Lope de Vega, era manejado por el poeta oriolano con particular maestría. Nos atreveríamos a indicar que lo mejor de todo El torero más valiente son sus intermedios líricos, y si esta afirmación es cierta, el teatro de Miguel Hernández no cambia en nuestra estimación con la aparición de esta obra nueva.

Desde el punto de vista poético son muy acertadas las descripciones de la fiesta de los toros que en el primer acto se hacen, que recuerdan, aunque escritas en redondillas, romances y quintillas de las fiestas de toros tradicionales. Miguel Hernández, que conocía bien la literatura a través de poemas muy famosos, tenía dónde inspirarse para estas relaciones, frecuentes en la obra. Se puede destacar, entre ellas la de Gabriela de la primera corrida de toros del protagonista, José, rica por su belleza y vistosidad, en la mejor tradición del género. Como contrapunto, podríamos citar los hexasílabos de pinturas en al escena primera de la fase posterior (Acto II), en los que se relata el entierro del torero Flores, también en la tradición funeraria más morbosa, a la que Hernández algunas veces estaba algo inclinado. Hay, sin embargo, un bellísimo romance de ciego, cantando la muerte de Joselito, que ha de pasar a las antologías de las mejores elegías toreras de nuestra literatura, y que en la época en que se escribe el drama, estaban muy de moda, con ejemplos valiosos en Lorca, Alberti, Gerardo Diego..

Merecen un comentario detenido las canciones de tipo tradicional, en las que Hernández era un maestro, como ya hemos señalado. La fiesta de la boda, que surge de pronto en el drama en la escena cuarta de la fase anterior (Acto II), no tendría la fuerza y alegría que descubrimos en ella, si no estuviera esmaltada de bellísimas canciones llenas de juventud, lozanía y gracia, dignas del mejor Lope de Vega, y encuadradas en la tradición por él iniciada. Cantos, bailes, chistes, ironías malintencionadas, motivos repetidos –como el de la “bella malmaridada”-, prototipos formales –“vivan, vivan la novia y el novio”-, sonidos propios de estas canciones, pura fonética coral, traen quizá al drama el espíritu y la fuerza de las fiestas que el propio Miguel podría conocer en las bodas de la gente de su tierra. El cuadro de las bodas nos parece por ello dotado de una autenticidad verdaderamente notable.

Un valor parecido tienen –y con ello refrescan el drama con intensidad- las canciones de la joven viuda Pastora mientras riega las macetas, en la escena primera de la fase interior (Acto III), llenas de sensualidad frustrada, con una gran presencia de la verdadera y auténtica naturaleza sin germinar y con un riquísimo simbolismo de la tierra muy hermandiano: flores, árboles, palomas, todos los símbolos vivos y vividos, que adquieren una nueva fuerza en esta bella canción: “La flor sin el agua/ muere de sequía./ Así una casada/ sin su amor moría”.

Menos acertado vemos a Miguel Hernández en otros fragmento de la obra en que utiliza sus recursos poéticos para vitalizar el drama. Un ejemplo muy claro lo encontramos en la escena sexta del acto primero, cuando José trata de enamorar a Soledad en un largo y “poético” parlamento en el que los símiles y las imágenes –torero, al fin- están tomados del lenguaje taurino. El resultado es desafortunado: “Amor es toro ejemplar/ que sus propios campos pace/ y, sin cuernos aún, ya nace/ con intención de topar…”

Es curioso observar cómo algunos rasgos típicamente hernandianos que ya nos llamaron la atención en nuestro trabajo de 1981, están también presentes en el lenguaje poético de esta obra que el autor subtitula “tragedia española”. Nos referimos, ahora en concreto, a lo que podríamos denominar actualizaciones, algunas de signo político y social muy curiosas. He aquí unos ejemplos: “Fui al quite/ valiente y sereno,/ pero el toro estaba/ cebado en su cuerpo/ y ya no se iba/ comunista obrero/ al partido rojo/ que de manifiesto/ le puse mil veces/ delante del belfo”. O, de este otro, surgido, cuando José quiere retirarse de los toros, y no saben los demás a qué se va a dedicar: “¿A qué? Pues a obrero/ sin trabajo: a lo que está/ dedicada media España.”

Están presentes también en la obra características tendencias a la utilización, a veces demasiado engorrosa, de la metáfora culterana, que aparece incluso en las acotaciones o en los parlamentos de personajes totalmente inadecuados como el “gracioso” Pinturas. Y también son muy notables en la obras las vulgaridades típicas del descuidado y aun deslenguado Miguel Hernández, como la acotación “se va yendo”, que ya nos llamó la atención en 1981, o frases como éstas: “¡Qué trueno de aclamaciones!/ Ya lo comían a abrazos/ mientras se hacían pedazos/ las manos a bofetones”… “Vaya el gobierno al infierno/ y tú no vayas al cuerno/ hoy que eres recién casado”… “El ciego: Te lo copio,/ digo, te lo dicto, y tú/ lo trasladas”.

Hemos dejado a un lado algunas otras notas que serían interesantes para valorar la obra al advertir que Sánchez Vidal hace en su Introducción detallada referencia a tales aspectos, entre los que podemos destacar la relación de este lenguaje poético con el del Siglo de Oro; la situación de la obra, temática y estilísticamente, dentro de la producción literaria de su autor; la presencia de Bergamín y de Ramón Gómez de la Serna; el tema de los toros en la literatura de la España republicana y la situación de esta “tragedia española” en ese contexto; lo pastoril autobiográfico en la personalidad del torero Flores, etc.

La estructura dramática de El torero más valiente se organiza sobre un motivo fundamental, repetido en el teatro de Miguel Hernández: una inevitable pasión amorosa que concluye trágicamente. José, enamorado de Soledad, muere ante la imposibilidad de su amor, porque Flores y Pastora tampoco lograron antes el suyo. Este elemento central se ve en la obra indisolublemente ligado al del mundo de los toros, que condiciona en todo momento el drama. De soslayo se apuntan otros temas gratos para Miguel, como el social, que está en el origen de la profesión de José (“¡Ay! No ignoro/ que para tener camisa/ nosotras siempre, precisa/ que él se me dedique al toro”, dice su madre.

 

No es difícil encontrar en El torero más valiente defectos de construcción o poner reparos a la composición dramática. Recordemos, por ejemplo, la abundancia de narraciones de sucesos que tuvieron o tienen lugar fuera de la vista del espectador. Las tres escenas iniciales contienen otras tantas: la de Gabriela sobre la primera corrida de José, la de Pinturas acerca de su éxito en el ruedo y la del propio José refiriendo la triunfal salida de la plaza y su enamoramiento de Soledad. Sánchez Vidal señala lo poco convincente que puede resultar esta súbita atracción o la inexplicable decisión de Pastora ante los deseos de Flores. Y podríamos añadir, entre las situación que no guardan un desarrollo lógico y están predeterminadas sin más motivo que la necesidad de que así ocurran, la negativa de José, aludiendo a su honra, a la relación entre su hermano y Flores, que muy pronto se ve correspondida con el desquite de éste (“¿Tú no me das a tu hermana?/ y yo a mi hermana tampoco.”) No es menos llamativo el brusco cambio producido entre el final del acto primero, con las dos parejas separadas, y el comienzo del segundo, en el que, sin que lleguemos a saber cómo ni por qué, Pastora acaba de casarse con Flores y Soledad está a punto de hacerlo con José.

No faltan, sin embargo, en esta pieza elementos teatrales de interés. Así Hernández dispone con habilidad la escena primera de la fase posterior (Acto II), tras el apunte de teatro en el teatro en una acotación (“Los demás cumplen su misión de mirar al espectáculo como siempre, tontamente emocionados”). En ella se contrapone la explicación que hace Pinturas de la inocencia de José en la muerte de Flores y la múltiple acusación popular, manifiesta sucesivamente, desde la calle, por el romance de ciego, la canción de un hombre y la ronda de niñas.

El acto tercero tiene una extraña configuración. La fase anterior, situada “en la antigua botillería y café de Pombo”, presenta una serie de opiniones, relacionadas con toros y toreros, en las que se mezcla la abstracción intelectual y lo lírico, y está ausente cualquier atisbo de teatralidad. De la fase interior son las dos escenas ya publicadas, una de la cuales, la de Soledad y José, tiene instantes de gran belleza poética. Pero la fase posterior nos parece totalmente singular en la producción dramática de Miguel Hernández. Se desarrolla dentro de una barraca de feria en la que se expone, entre otros recuerdos de la mortal cogida de José, “el cadáver del mismo en cera en un ataúd del vidrio”. La presencia del Ciego con sus romances, de Ramón y Bergamín (que traen el recuerdo, siquiera sea lejano, de don Estrafalario y don Manolito en el Prólogo y el Epílogo de Los cuernos de don Friolera ); las gentes del pueblo que veneran la memoria del torero mientras lloran; las tres mujeres de José (madre, hermana, novia) que se confiesan culpables de su muerte y deshacen su máscara entre sollozos y besos; y, finalmente, la procesión triunfal por todo el teatro, uniendo escena y sala en una emotiva glorificación del “cirio pascual taurino”, componen un sugestivo y dispar conjunto, con mezcla de elementos superrealistas, sin paralelo ni posterior desarrollo en el teatro hernandiano.

En conjunto, pues, El torero más valiente se nos ofrece como una obra de interés que presenta, además de poemas muy valiosos y conseguidos y de algún aspecto dramáticamente peculiar, la posibilidad de conocer mejor a Miguel Hernández y acercarnos más a su mundo teatral, frustrado por las circunstancias. Como señala Sánchez Vidal , El torero más valiente sirve, junto a Los hijos de la piedra , para dejar expedito el camino a Miguel Hernández hacia los registros menos constreñidos de El labrador de más aire (…) Es en este contexto donde adquiere su importancia y relieve la obra que aquí puede apreciarse en toda su envergadura por vez primera”. Una edición como ésta hay que valorarla por lo que aporta para el estudio de nuestro admirado poeta, por más que, al final, confirmemos nuevamente algo que ya teníamos establecido: la decidida vocación poética de Miguel, aun cuando escribía teatro; la decidida vocación poética, ahora, de esta curiosa “tragedia española”.