Los mensajeros como culpables de la información

Me escribe una colega de profesión una carta que me llena de tristeza por varios motivos: primero, porque lo que dice ocurre con excesiva frecuencia; segundo, porque la bella profesión de periodista no está en su mejor momento (algo que conocemos), y lo vemos con cientos de ejemplos; y tercero, porque me da testimonio de una situación en la que el profesional de la información es objeto de rechazo, de boicot, de censura o de reproches en el ejercicio de su loable labor de servicio público, de dedicación plena a la sociedad.

Trabaja, esta compañera, en una tele, pero podría trabajar en un periódico, en una radio, en un portal de Internet, podría ser un freelance o una persona cercana al mundo de los medios porque su dedicación plena fuera otra y esta tarea, el digno menester de informar, constituyera una mera afición con independencia de que generara o no su principal sustento económico. No vengo yo ahora a hacer una defensa de cómo se adquiere el estatus de periodista, que lo tengo claro, que lo suelo repetir, y que, en todo caso, hoy en día pasa por la Universidad, sin menoscabo de grandes profesionales de raza que vienen ejerciendo de periodistas en las últimas décadas. Éste no es hoy el debate.

 

El punto de hoy es el rechazo que generamos en algunas fuentes de información, en algunos protagonistas, porque a éstos no les gustan las siglas a las que representamos, porque, en pocas palabras, no les placen las empresas periodísticas en las que laboramos. Y, por ello, y porque hay una mala costumbre que no hemos cortado por lo sano, se nos envalentonan y nos dicen que no colaborarán con nosotros en el ejercicio de nuestra labor, o incluso, como es el caso que me refiere mi colega, les califican en negativo y les mandan con la música a otra parte. Es decir, cuando no gustan los planteamientos informativos-empresariales de nuestras empresas, nosotros, los mensajeros, los que hacemos nuestra labor de la manera mejor que podemos, pagamos los platos rotos, que, por otro lado, no sabemos si siempre están rotos. Así, en determinados supuestos, se nos tilda de responsables de eventos, de acontecimientos o de situaciones de diversa índole. No, y no.

 

Y claro, cuando no nos quieren, cuando no nos reciben, cuando nos dicen que hasta otra, o hasta la próxima, nos vamos. Miren: de vez en cuando hay que ser valientes y tirarse a la piscina. Con independencia del menester que ejerza cada cual, del que desarrolle cada empresa, nadie puede impedir que un periodista ejerza su labor, salvo los que deben velar por el cumplimiento de las leyes, cuando éstas no se cumplan. Todos estamos bajo el paraguas de la normativa vigente, para lo bueno y para lo malo. Si no actuamos bien, que sea la ley la que nos prive de un ejercicio profesional o la que nos imponga una sanción, la que corresponda.

 

Lo que ocurre es que se confunde, y quizá muy a menudo, al mensajero con los mensajes, y, cuando éstos no gustan, se rechaza al mensajero portador de los contenidos que fueren. Han de saber los que promueven estas actitudes o las que las toleran con sus silencios, que hacen mal, que dejan que se tambalee uno de los sustentos de la democracia, esto es, la libertad de información. Además, conviene que algunos piensen que todos tenemos derecho a mostrar nuestras peculiares visiones de la vida, y, si me apuran, creo que todos tenemos derecho hasta a equivocarnos. Eso sí, hemos de evitar negligencias, malas intenciones o hastíos consentidos. Nos equivocamos de vez en cuando, o muy recurrentemente, porque somos humanos. Si no existiera el riesgo del error, si no lo aceptáramos, no habría atrevimiento para los cambios que toda sociedad precisa. Estamos en pleno siglo XXI, y debemos ser coherentes con aquello que decimos. Todos.