Leonardo enamorado

 

"Nací para crear esos ojos, esos labios, esos pechos, ese torso. Existo porque ella existe"
“Nací para crear esos ojos, esos labios, esos pechos, ese torso. Existo porque ella existe”

 

Tercer premio V Concurso de Relato Corto Erasmus Thader
–   Entonces, ¿cómo supo que era la mujer de sus sueños? –    No lo sé, pero sé que lo sabía. –    Cuéntemelo. Cuénteme cómo empezó todo. –    En realidad no hay mucho que contar, sólo puedo decirte que hacía años que su voz retumbaba en mi cabeza. No recuerdo cuándo fue la primera vez que la escuché; su presencia ha sido una constante durante todos estos años. Puede que siempre haya estado conmigo y que sólo en estos últimos años de mi vida, cuando la vejez ha llamado a mi puerta, haya sido consciente de su presencia. Y puede también que no exista y que simplemente sea el delirio de un viejo. Al principio llegué a pensarlo, pero ahora me niego. Es tan real… ¿Has sentido alguna vez un cosquilleo en el tímpano que es imposible de saciar por más que frotes tus oídos? Ese cosquilleo era ella.
Después, poco a poco ese murmullo se hizo más tenue y prosiguieron los susurros y tras ellos, leves cantos del viento poblaban todo mi cerebro.

–    ¿Y llegó a contarle algo? –    Nunca. Pero sí decía muchísimo. Todo era insinuación, ahora lo sé. Era como esas mariposillas de enamorado que te hacen sentir un inmenso vacío dentro de ti, pero que, sin embargo, nunca has estado tan lleno como en ese preciso instante. Una mañana, mientras los primeros rayos del sol entraban a través de la celosía, me encontraba en ese estado de delicioso ensueño y el tacto de las limpias sábanas de seda me hizo sentir su pureza y finura. Parecía que mis manos acariciaban sus encendidos pechos. Ya despierto, sentí cómo mi boca sedienta buscaba saciar su sed. Alcancé el cántaro de agua y dejé caer lentamente el agua humedeciendo primero mis labios, después mi lengua y, finalmente,  sentí que era ella la que inundaba todo mi cuerpo.
Cada vez la sentía más cerca de mí hasta que un día se esfumó. Pasaron días, meses, años… y ella no regresaba. La busqué en los lugares más recónditos. Ya que en la vigilia no conseguí hacerme con ella, intenté dormir días enteros y, así,  mostrarle el camino de vuelta, pero fue inútil: había desaparecido. De la angustia pasé a la rabia, de la rabia a la súplica, y de la súplica al llanto. Sólo en el llanto supe aceptar mi tragedia. Sin embargo, una noche, mientras dormía, un olor a tierra fresca comenzó a arder en mis fosas nasales. Entonces empecé a sentir el olor abrasante en mi lengua. Después el fulgurante sabor viajóa la yema de mis dedos y unas pequeñas punzadas me hicieron despertar. Había regresado. ¡Era ella! Me levanté y recorrí la casa en la oscuridad sintiendo el frescor del suelo en mis pies descalzos. Llegué al estudio y delante del lienzo en blanco la reconocí. Fue, entonces,  cuando sentí la necesidad de plasmar todo lo que oía, olía, sentía o degustaba en una imagen, en unas formas débilmente marcadas, simuladas y confusas. Pero esos trazos poco a poco iban convirtiéndose en una silueta y después en figura. Y del lienzo surgió ella. A mi pincel llegaron primero los ojos. Los sentía tan intensos y profundos que creí perderme en ellos durante unos instantes. Oscuras brumas navegaban en sus pupilas. Sus mejillas, casi sonrojadas, nacían sin ser consciente de ellas. Después aparecieron esa nariz delicada y fina, y esas manos serenas una encima de la otra. Sus pechos firmes y exuberantes mostraban el germen de toda femineidad. Su pelo azabache se enredaba en un velo invisible, el velo de la apariencia que es Verdad. Sentía que mi relación con ella era más intensa. Cada pincelada era una caricia que me hacía rejuvenecer. El fluir de los colores y la mezcla entre ellos excitaba mis sentidos y me hacía llegar al clímax de la creación, al placer de la obra que emana de dentro. Nacía en mí un amor tan grande…. Porque amar y crear son sinónimos. Ahora sé que ese tipo de amor sólo llega una vez en la vida: cuando el tiempo ha censurado tus músculos, dilatado tus arrugas y encogido tus huesos: sólo en la vejez el hombre es capaz de crear en plena armonía, en paz consigo mismo y, así,  alcanzar lo que algunos llaman la felicidad. Es un segundo, un instante, es como una tregua que la divinidad te ofrece. Por ello, cuando llega, por muy breve que sea, no importan las desdichas y dolores anteriores, pues ese momento, ese único momento en el que los dos somos uno es el que da sentido a toda la existencia. –    De modo que el sentido de su vida no es otro que haberla encontrado. –    Exactamente. Nací para crear esos ojos, esos labios, esos pechos, ese torso. Existo porque ella existe. Y no hay otra cosa en este pequeño universo que me satisfaga más. –    ¡Ah! ¿Tiene algún significado el paisaje de fondo? –    El que tú quieras darle. –    Ya, pero algo querría decir. Da la impresión de que todo está en continuo movimiento: brumas, juegos de luces, ríos que fluyen, rocas raídas… –    Para, para, no te precipites. Sé prudente, hijo. Lo recubrí todo de ocres, negros, azules porque quería que su aspecto fuese como el del atardecer del Lago Como. ¿Has estado alguna vez? –    No, una vez estuve cerca de Lombardía, pero nunca he estado en el Lago. –    Yo fui de joven, no sé exactamente qué edad tendría, puede que, más o menos, la tuya. Era tarde, todavía el sol vislumbraba en el horizonte, pero ya el azul de las aguas y el verde de los árboles se confundían. Es curioso, pero son los pequeños detalles los que recuerdo mejor: el canto de los pájaros, el reír de las chicharras, el aleteo incansable de la mariposa, el lento fluir del agua que obedece a las sinuosidades de la Tierra. Todos eran miembros de una gran orquesta, una orquesta infinita, y yo su director. Pues bien, aquel lugar era para mí el paraíso. Un paraíso terrenal donde todo está aún por crear. –    ¿Cuándo creyó que todo había terminado? –    Nunca crees que es suficiente. Siempre falta algo por hacer, por descubrir. Sin embargo, ese momento siempre llega y puede que sea el más duro y, al mismo tiempo, el más gratificante. Crees haber alcanzado un universo en el que sólo existís tú y ella, en el que todo lo demás es accesorio y banal. Cuando percibes que ese universo va reduciéndose, empequeñeciéndose poco a poco, sientes una gran aflicción dentro de ti, pero a la vez ese sentimiento se funde con una inmensa gratitud porque sabes que ella existe, sabes que permanecerá impasible al paso del tiempo y, al ser parte de ti, ambos seréis eternos. –    Y, ¿su sonrisa? –    ¡Ah, amigo, su sonrisa! Eh ahí, el misterio. –    Ciertamente, amigo Leonardo, es tan hermosa…es una obra de arte. –    No, no… es una mujer, es la mujer de mis sueños.