La ventana

"Saltaba enérgicamente intentando alcanzar la ventana"
“Saltaba enérgicamente intentando alcanzar la ventana”
Relato ganador del V Concurso de Relato Corto Erasmus Thader 2010
La pequeña se emocionaba mientras su hermana se tomaba el tiempo y la paciencia de describirle esa entrañable estampa. Incluso le hizo prometer que cuando salieran de allí la llevaría a ese mismo banco para poder alimentar a las palomas con sus propias manos. “Cuéntame más, Amy”, insistía ella. Entonces Amy giró la cabeza hacia su izquierda, para poder alcanzar lo que se veía más al fondo. Pronto lo vio, una pareja de enamorados llevaba a su bebé en un hermoso carrito de color blanco. En seguida se acordó de aquellos paseos con sus padres y su hermana pequeña. Normalmente iban a la orilla del río Tyne. A ellas les gustaba arrojar piedras al agua mientras sus padres se tumbaban en la hierba, sobre un enorme mantel, desde el que podían vigilarlas cómodamente. Cuando el sol empezaba a caer sacaban de la cesta el bizcocho con pasas que a su madre le salía siempre tan delicioso.

Y como si de un ritual se tratara, Amy comenzó a contarle a Cecile lo que acababa de ver. Esa imagen provocó en la pequeña el mismo recuerdo y la misma nostalgia que había inspirado segundos antes en Amy. Antes de que pudiera siquiera empezar a saborear en su imaginación aquel rico bizcocho, Amy gritó y se tumbó en el suelo lo más rápido que pudo, protegiendo con su propio cuerpo a Cecile. Tras unos segundos ambas se incorporaron. Cuando levantaron la vista se dieron cuenta de que ahora estaban rodeadas de algo que, en un primer momento, parecían escombros. Al instante, Amy se explicó: “No te asustes, Cecile. Son sólo piedras. Acaban de pasar corriendo más de cien caballos, ¡eran de todos los colores!, marrón, negro, blanco… Galopaban a tanta velocidad que han hecho saltar la grava del camino y ésta ha impactado contra el muro de la habitación”. Cecile se entusiasmó, desde siempre había sentido fascinación por los caballos. “¡Quiero verlos, Amy! ¡Cógeme para que pueda verlos!” La mayor contestó: “Lo siento Cecile, ya no están. Iban tan rápido que deben de estar ahora mismo a la altura de Ponteland”. Esta explicación bastó para que la pequeña calmara su excitación.
Tras ese acontecimiento, Amy no volvió a asomarse por la ventana. De todas formas ya había oscurecido y era hora de dormir. Como cada noche, Amy arropó a su hermana y, con el trocito de manta que sobraba, se tapó ella los pies. Siempre habían dormido en dormitorios separados, pero esas últimas noches lo hicieron la una bien pegada a la otra. Esa habitación asustaba bastante a Cecile cuando oscurecía.
A la mañana siguiente Amy se despertó con el ruido que hacía su hermana, la cual saltaba enérgicamente intentando alcanzar la ventana. Amy no tardó en reaccionar: “Cecile, ¿qué crees que estás haciendo? ¡Te he dicho mil veces que no debes asomarte a la ventana!” El caso es que Cecile jamás había entendido aquello, ¿qué tenía de malo que intentara ser ella la que mirara? Era sorda, pero no ciega. Amy insistió: “Ya sabes lo que me dijo el guarda del edificio. Me advirtió que no debías asomarte por la ventana. Conseguirás que tapie la ventana y entonces no habrá más luz en la habitación. Se quedará completamente oscura y tu no quieres eso, ¿verdad?” Tras el arrebato, Amy consiguió calmarse, tampoco quería preocupar a su hermana pequeña. Cecile no podía oír el tono de enfado que despedía la voz de su hermana, pero su gesto y la vena del cuello que se la hinchaba cada vez que se enfadaba fueron tan expresivos que Cecile obedeció al instante. La posibilidad de permanecer en la oscuridad era, sin ninguna duda, la peor amenaza que podía imaginarse.
Con el mismo entusiasmo que en ocasiones anteriores, Amy inició una nueva descripción: “Ha vuelto el anciano de ayer, pero hoy no lleva sombrero, imagino que ha decidido no ponérselo para evitar que se lo descoloquen las palomas con su aleteo. Lleva un traje muy bonito. Me recuerda a aquél que vestía papá todos los domingos para ir a la Iglesia. ¿Lo recuerdas? Era de un color tostado, con los botones dorados”. Cecile escuchaba con mucha atención, intentado imaginar todos y cada uno de los detalles que leía de la boca de su hermana. Amy siguió con su rutina: “Ha debido de llover hace poco, el suelo está lleno de charcos de agua que inundan hasta donde alcanza la vista”. Pero antes de que pudiera continuar, una tos asfixiante le invadió el pecho. La tos era tal que se vio obligada a apartarse de la ventana para poder sentarse en el suelo. Cecile no sabía qué hacer, así que se limitó a darle suaves palmaditas en la espalda.
Amy llevaba varios días algo enferma, pero no había querido darle importancia. Por suerte, la mayor parte de las veces, la tos le abordaba únicamente por las noches, mientras Cecile dormía. Siempre agradecía en esas ocasiones que su hermana pequeña no pudiera escuchar sus esfuerzos por no asfixiarse. Pero esta vez la tos parecía no calmar. Amy sentía que empeoraba por momentos, sin embargo se supo mantener firme, como en tantas ocasiones. Finalmente consiguió apaciguar los ataques y se sosegó. “Me he atragantado con un bicho que revoloteaba cerca de la ventana. Esta mañana el campo se ha levantado muy florecido y hay muchos insectos que acuden al polen. Uno más despistado se ha desviado del camino y ha venido a parar cerca de la ventana con tan mala fortuna que creo que me lo he tragado”. Cecile rió a carcajadas.
Aunque Amy ya estaba acostumbrada a esos ataques, no podía evitar preocuparse por el hecho de que cada vez eran más seguidos y opresivos. Se encontraba cada vez peor y cada vez le costaba más disimularlo. La palidez que día a día iba invadiendo su rostro no era más que el preludio de algo que acabaría en tragedia.
Aquel día pasó como los anteriores. Era muy curioso ver la rutina que ya habían elaborado esas dos niñitas. Cuando oscureció, las dos hermanas se acostaron en el suelo. Una vez más, Amy arropó a su hermana y con el trozo de manta que quedaba libre se cubrió los pies. A mitad de la noche, Amy se despertó con una horrible sensación de ahogo, el pecho le dolía casi de manera insufrible. Comenzó a toser como nunca lo había hecho. Cada bocanada de aire le penetraba en los pulmones como si de cuchillas se tratara. La mayor de las hermanas sentía que ya no podía más. Cerró los ojos para volver a dormir sin saber que ya no volvería a abrirlos.
Uno nunca piensa que algo así le pueda ocurrir. Supongo que eso mismo fue lo que se le pasó por la cabeza a Amy cuando se encontró atrapada en aquella habitación. Se podría haber consolado pensando que por lo menos no estaba sola, pero el hecho de que su hermana pequeña, Cecile, se encontrará allí no le aportó consuelo alguno. A pesar de su corta edad, Amy siempre había sido muy responsable y era consciente de la realidad que había estado azotando a su ciudad natal. Durante las últimas semanas había escuchado a su padre hablar de la tensión que se estaba viviendo en Inglaterra, pero su imaginación jamás la habría podido llevar al terrorífico lugar en el que ahora perdía la vida. La batalla de Newburn es como la llamaron.
Mientras se llevaban a Cecile de aquel terrible lugar, y una vez en el exterior, ésta no podía evitar preguntarse cómo era posible que ese hermoso paisaje que su hermana veía desde la diminuta ventana se hubiera convertido de la noche a la mañana en aquel infierno del que ahora unos soldados se la estaban llevando. Miraba a su alrededor angustiada. Buscaba entre tanto caos al anciano del banco, a las palomas, a los caballos…
Con el tiempo  Cecile descubrió todo lo que verdaderamente había ocurrido. Cuando tuvo la suficiente edad, supo darse cuenta de lo que su hermana mayor había hecho por ella, de cómo la estuvo protegiendo durante esos días en los que ambas permanecieron escondidas en aquella casa prácticamente derruida. Aquella casa que un día fue su hogar. Sin embargo, tras la explosión sólo quedó en pie una de las habitaciones que, hasta ese día, había permanecido sepultada entre los escombros.
Cecile jamás llamó a ese acontecimiento “Batalla de Newburn”.  Prefirió considerarla como la Batalla de Amy, la batalla cuyo único protagonista fue, a su parecer, su hermana mayor. Una joven con la entereza de un tanque y la valentía de un batallón. Cecile jamás reconocería más figura heroica en aquel triste acontecimiento histórico que la de su hermana.
La ventana jamás mostró al anciano, ni a los niños, ni a aquella alegre familia. Sólo era la pequeña Amy que, con su imaginación y su coraje, quiso convertir los aviones en palomas, los soldados en ancianos, la sangre en lluvia y las balas en piedras.
Por su hermana pequeña convirtió, durante unos días, la muerte en vida.