La persistencia de la memoria

Dedicado con cariño a Salvador Rubio

“Nos veo todavía sentados a aquella mesa”. Éste es uno de los ejemplos que Wittgenstein propone en Zettel para estudiar la imagen mnémica – o “imagen mnemónica”, como sugiere el profesor Salvador Rubio-. Wittgenstein prosigue “¿Pero realmente tengo la misma imagen visual – o una de aquellas que tuve entonces-? ¿veo la mesa y a mi amigo desde el mismo ángulo que entonces, de modo que no me veo a mí mismo?”.

La reflexión wittgensteniana continúa, pero nosotros lo dejamos aquí – convencidos de la imposibilidad de afirmar que el recuerdo sea una suerte de fotografía-.

La magdalena de Combray de Proust dispara toda una serie de recuerdos de todo tipo, no necesariamente asociados a la magdalena en cuestión.

En términos psicoanalíticos podemos hablar de fantasma cuando nos referimos al recuerdo de algo que, en realidad, nunca sucedió.

Y un último ejemplo. Podemos observar en algunos ancianos, cuyos recuerdos se pierden en la nebulosa de una memoria fragmentada y sujeta a los caprichos de las conexiones sinápticas, que guardan en el mismo cajón episodios importantes de su vida con otros de orden, al menos aparentemente, banal: un paseo en bicicleta, el día que comieron sardinas con unos amigos, cómo planchaba su madre…

A la luz de todo esto, cabe preguntarse ¿qué es banal y qué no? ¿cómo estar seguros de quiénes somos? ¿es posible recordar con un mínimo de certeza?

Dos pintores, René Magritte y Dalí, reflexionaron sobre esta cuestión. Curiosamente ambos adscritos, en mayor o menor grado, al movimiento surrealista. O, para ser más precisos, dos disidentes o satélites del surrealismo. Algo que, por lo demás, no es casual. La memoria tiene un patrón y estatus ontológico similar al del inconsciente: nos vemos empujados a afirmar su existencia, si bien tenemos que admitir la imprecisión con que nos acercamos a ambos.

Tanto en uno como en la otra se da un componente que tal vez a muchos desagrade: la creación. Hay un elemento inventivo en ambos. Creamos parte de nuestros recuerdos del mismo modo que inventamos, retrospectivamente, parte de nuestro inconsciente.

¿Por qué esto puede desagradar? Porque nos sume en la duda. El pasado, que es ese periodo de tiempo que se supone cerrado y totalmente analizable, objetivo, se convierte en algo vago e impreciso. La certeza, en especial la certeza acerca de nosotros mismos, se desvanece, salta por los aires.

Del mismo modo se remueve y sacude la visión que tenemos de nosotros mismos. Al final quedan al mismo nivel el nacimiento de nuestro primer hijo, nuestros logros personales y el recuerdo del sabor de las tostadas que nuestra madre nos ponía para desayunar cuando éramos niños, una vez que los criterios de selección de lo que es importante y lo que no se pierden, caen ya no en la memoria sino en el olvido, se hacen innecesarios. El azar hace su aparición y destruye nuestros propios cimientos conscientes, dejando al descubierto un esqueleto casual e incontrolable. Hay un enigma en cada uno de nosotros.

La memoria da pues cuenta de nuestra propia fragilidad y nos muestra de qué modo la vida es un continuo proceso de creación, que nos hallamos en permanente construcción.

Estas reflexiones aparentemente inocentes encierran una enseñanza grave: lo inútil que resulta todo dogmatismo. Al final no somos más que un puñado de anécdotas que nos escogen ellas a nosotros y no nosotros a ellas.

Deberíamos pensar seriamente acerca de esto.