En el cincuentenario de Pío Baroja

Pío Baroja había nacido el día de los Inocentes (28 de diciembre) de 1872 en San Sebastián, y murió en Madrid el 30 de octubre de 1956. Tenía 84 años. En este año de 2006 se cumple su cincuentenario, y es una buena ocasión para volver sobre su primer libro, Vidas sombrías (Madrid, Imprenta de Antonio Marzo, 1900), una colección de cuentos que publicó a los veintiocho años, y en la que se ha dicho que se recogen algunas de las características de la extensa narrativa que habría de desarrollar a lo largo de su vida y de sus numerosas novelas, entre las que se encuentran algunos de los títulos fundamentales de la novela española del siglo XX: Camino de perfección , Las inquietudes de Shanti Andía, La busca , La casa de Aizgorri , El Mayorazgo de Labraz , Zalacaín el aventurero , La busca , Mala hierba , Aurora Roja , El árbol de la ciencia , La dama errante , La ciudad de la niebla , El mundo es ansí , César o nada y tantas otras… 
Baroja, ya cerca de los treinta años había tenido una infancia y juventud bastante movida. A los siete años se había trasladado con su familia a Madrid, donde su padre desempeñó una plaza en el Instituto Geográfico y Estadístico; pero volvieron a Pamplona y de nuevo a Madrid. Baroja era lector infantil y juvenil de los clásicos de esa edad, como Julio Verne o Daniel Defoe. Estudió la carrera de Medicina, que finalizó en 1891 en Valencia. Posteriormente se doctoró en 1894 en Madrid con una tesis sobre El dolor, estudio psicofísico .

 

Como estudiante, ya mostró algunas de las características más singulares de su personalidad. No le gustaba nada la carrera que estaba siguiendo, le aburrían los profesores y no comulgaba con las ideas de ninguno de ellos. Su carácter retraído y arisco le hizo aborrecer aquellos estudios, y no por falta de talento, sino por el mínimo interés que le suponía seguir unas doctrinas científicas en las que no creía. Aun así, una vez que defendió su tesis doctoral, se trasladó ese mismo 1894 a Cestona, en el País Vasco, para desempeñar una plaza de médico.

Como había ocurrido durante sus estudios, tampoco el oficio le gustaba, tuvo problemas con el otro médico, de más edad, que había en Cestona, se enfadó con el alcalde y llegó a ser denunciado por trabajar los domingos y no ir a misa. Tan solo pasó allí un año, y asqueado por la profesión, la abandonó, se trasladó primero a San Sebastián, y finalmente a Madrid, donde regentó una panadería que los hermanos Baroja habían recibido de una tía suya, lo que generaría las bromas de sus contemporáneos. Así Rubén Darío aseguraba que Baroja era escritor “de mucha miga”, a lo que contestaba don Pío que Darío era escritor “de mucha pluma”: “se nota que es indio”. Es en esta época cuando empieza a colaborar en periódicos y revistas y en 1900, como hemos señalado, aparece su primer libro, una recopilación de cuentos titulada Vidas sombrías , la mayoría compuestos en Cestona sobre gentes de esa región y sus propias experiencias como médico. La colección fue celebrada por Miguel de Unamuno, que escribió un elogioso artículo sobre el libro, por Azorín y por Benito Pérez Galdós.

En 1966 Julio Caro Baroja publicó en los Libros de Bolsillo de Alianza Editorial un volumen de difusión extraordinaria (ha contado hasta la fecha con más de veinte ediciones) con un breve prólogo suyo, titulado Cuentos , en el que recogía relatos de Vidas sombrías y algunos más, escritos posteriormente. El prólogo de Julio Caro es un texto excepcional, muy valioso, y excelente para conocer los secretos de este joven escritor que inicia su andadura practicando el género narrativo breve, en el que, a nuestro juicio, alcanzó obras maestras, de las mejores del género a lo largo de todo el siglo XX.

Relata Caro Baroja cómo en sus inicios, el joven novelista, no tuvo mucha suerte, ni mucho éxito, ni fue reconocido por sus contemporáneos. Incluso los grandes pensadores del momento, como Nicolás Salmerón, José Nakens, o su profesor de la Facultad de San Carlos, el Doctor Letamendi, no tuvieron aprecio alguno hacia los primeros escritos de Baroja, hasta el punto de que éste dejó de publicar en el periódico La Justicia de Salmerón. Y señala Caro Baroja que todos éstos hombres de cátedra, a pesar de lo que se diga, no eran grandes pensadores. Y los jóvenes no les seguían. Preferían leer a Tolstoi, Dickens, Dostoyewski, Balzac, Turgenieff, Stendhal o Zola, y desde el punto de vista ideológico, se sentían más cerca de algunos pensadores europeos que hicieron mella en su forma de pensar y dejaron importantes huellas en sus escritos, fundamentalmente Nietzsche y Schopenhauer.

El propio Baroja, en el prólogo a sus Paginas escogidas , al referirse a los cuentos de Vidas sombrías , revela el origen de estos relatos tal como anota Julio Caro, quien asegura que recogen sus experiencias de estudiante ciudadano, médico rural e industrial madrileño: “Los cuentos que constituyen este volumen los escribí todos siendo médico en Cestona. Tenía allí un cuaderno grande que compré para poner la lista de las igualas, y como sobraban muchas hojas me puse a llenarlo de cuentos. Algunos de estos los había escrito antes, viviendo en un pueblo próximo a Valencia, y los publiqué en La Justicia , periódico de Salmerón”.

Dos de estos cuentos son particularmente interesantes, y por ello los reproducimos junto a este breve recuerdo de homenaje. El primer se titula “Noche de médico” y es un relato claramente autobiográfico, que recoge las espantosas condiciones en que se ejercía la medicina en la época de Baroja, en aquel año de Cestona. Por otro lado el ambiente rural, la desnudez y el verismo de las escenas, la captación de los personajes y los pormenores y detalles del oficio, revelan bien las cualidades del joven novelista, que quería dejar patente una situación social y rural reflejo de una España, la de su tiempo. Julio Caro recuerda que “refleja una colaboración personal del Doctor Baroja, titular de Cestona, con el Doctor Medinaveitia, titular de Iciar, si no recuerdo mal y hermano menor del que fue famoso especialista del estómago, Don Juan.”

He aquí el texto de este breve relato:

No sé por qué conservo tan grabado el recuerdo de aquella noche. El médico de un pueblo vecino me avisó para que fuera a ayudarle en una operación. Recibí su recado por la tarde, una tarde de otoño triste y oscura.

Las nubes bajas se disolvían lentamente en una continua lluvia que dejaba lágrimas cristalinas en las ramas deshojadas de los árboles.

Las casas de la aldea, con las paredes ennegrecidas, parecían agrandarse en la niebla. Cuando las ráfagas impetuosas de viento barrían el agua de la atmósfera, se veía, como al descorrerse un telón, las casas agrupadas del pueblo, por cuyas chimeneas escapaba con lentitud el humo de los hogares, a perderse en el ambiente gris que lo envolvía todo.

Precedido por el labriego que había venido a buscarme, comenzamos e internarnos en el monte. Yo montaba en un viejo caballo, que iba tropezando a cada momento. El camino se dividía en unos sitios en estrechísimas sendas, terminaba a veces en prados cubiertos de hierba amarillenta, esmaltada por las campanillas purpúreas de las digitales, y subía y bajaba los senderos al cruzar una serie de colinas que, como enormes olas, se presentaban bajo un monte, olas que fueron quizá cuando la tierra más joven era una masa fluida originada de una nebulosa.

Oscureció, y seguimos marchando. Mi guía encendió un farol.

A veces rompía el augusto silencio alguna canción del país, cantada por un labriego que segaba la hierba para las vacas. El camino bordeaba las heredades de los caseríos. El pueblo estaba cerca. Se le veía a lo lejos sobre una loma, y señal de su vida eran dos o tres puntos luminosos que brillaban en su montón sombrío de casas. Llegamos al pueblo, y seguimos adelante; la casa se hallaba más lejos, en un recodo del sendero. Estaba oculta entre viejas encinas, robles corpulentos y hayas de monstruosos brazos y de plateada corteza. Parecía mirar de soslayo hacia el camino y esconderse para ocultar su miseria.

Entré en la cocina del caserío; una vieja mecía en la cuna a un niño.

—El otro médico está arriba —me dijo.

Subí por una escalera al piso alto. De un cuarto cuya puerta daba al granero, escapaban lamentos roncos, desesperados, y un ¡ay, ené! , regular, que variaba de intensidad, pero que se repetía siempre.

Llamé, y el médico, mi compañero, me abrió la puerta. Del techo del cuarto colgaban trenzas de mazorcas de maíz; en las paredes, blancas por la cal, se veían dos cromos, uno de un Cristo y otro de la Virgen. Un hombre, sentado sobre un arca, lloraba en silencio; en el lecho, la mujer con la cara lívida, sin fuerzas más que para gemir, se abrazaba a su madre… Entraba libremente el viento en el cuarto por los intersticios de la ventana, y en el silencio de la noche resonaban potentes los mugidos de los bueyes…

Mi compañero me explicó el caso, y allá en un rincón hablamos los dos grave y sinceramente, confesando nuestra ignorancia, pensando únicamente en salvar a la enferma.

Hicimos nuestros preparativos. Se colocó en la cama a la mujer… Su madre huyó llena de terror…

Templé los fórceps en agua caliente, y los fui pasando a mi compañero, que colocó fácilmente una hoja del instrumento, después con más dificultad la otra; luego cerró el aparato. Entonces hubo, ayes, gritos de dolor, protestas de rabia, rechinamiento de dientes…; después mi compañero, tembloroso, con la frente llena de sudor, hizo un esfuerzo nervioso, hubo una pausa, seguida de un grito estridente, desgarrador…

Había terminado el martirio; pero la mujer era ya madre, y, olvidando sus dolores, me preguntó, tristemente:

—¿Muerto?

—No, no —le dije yo.

Aquella masa de carne que sostenía en mis manos nos vivía, respiraba. Poco después el niño gritaba, con un ‘chillido agudo.

—¡Ay, ené! —murmuró la madre, envolviendo con la misma frase, que le servía para expresar sus dolores, todas sus felicidades…

Tras de un largo rato de espera, los médicos salimos de la casa. Había cesado de llover; la noche estaba húmeda y templada; por entre jirones de las negras nubes aparecía la luna iluminando un monte cercano con sus pálidos rayos. Caminaban por el cielo negros nubarrones, y el viento al azotar los árboles murmuraba como el mar oído desde lejos.

Mi compañero y yo hablábamos de la vida del pueblo; de Madrid, que se nos aparecía como un foco de luz, de nuestras tristezas y de nuestras alegrías. Al llegar al recodo del camino nos despedimos:

—¡Adiós! —me dijo él.

—¡Adiós! —le dije yo, y nos estrechamos la mano con la ilusión de dos amigos íntimos, y nos separamos.

 

El otro cuento es el titulado “El reloj”, y es un relato simbólico muy de su época y responde al tipo de cuento que practicaba Baroja, conforme con lo señalado por Baquero Goyanes, cuando aseguraba que de acuerdo con los principios estéticos que regían toda su obra, rompe con el esquema tradicional de la narración-argumento para ofrecernos un relato abierto en el que lo esencial el ambiente, “la quieta estampa amarga o lírica”.

Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,

molestias, aún de noche su corazón no reposa.

Eclesiastés

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Desde la ventana se veía la luna, que iluminaba con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento.

En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.

«¡Ah! Soy feliz —me repetía a mí mismo—. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.

—Tú también —le decía al cantor de la noche— vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.

Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.

Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.