El año de Darwin

Jorge Juan Eiroa
Catedrático de Prehistoria de la Universidad de Murcia

 El 12 de febrero se cumplen 200 años del nacimiento de Charles Darwin, y el 24 del próximo noviembre, será el 150 aniversario de la primera publicación de su obra “El origen de las especies”. Este 2009 será, pues, el año de Darwin.
 Seguramente se celebrarán algunos pomposos actos académicos en los que se glosará su figura, se hará una edición conmemorativa de su obra principal e, incluso, algún profesor, en alguna universidad, hará creer a sus alumnos que es un especialista en evolución humana, cuando en realidad tiene problemas para comprenderla. Esas cosas suelen pasar.
 Sin embargo, tal vez la fecha sea una ocasión para reflexionar sobre los extraordinarios avances experimentados en los estudios sobre antropología de la hominización, sobre todo desde la inclusión en ellos de la biología y la genética y, desde luego, para reflexionar acerca de la condición humana y de cómo el género Homo, con todos sus defectos, ha sabido superar a lo largo de millones de años las innumerables barreras que la naturaleza ponía a su desarrollo, haciendo gala de una extraordinaria capacidad de adaptación.

La especie humana, la “especie elegida”, aparece hoy como el resultado magnífico de un complejo proceso evolutivo que se enfrenta a un futuro plagado de retos para los que tendrá que encontrar respuestas adecuadas. De esas respuestas dependerá el futuro de la evolución humana, aún inconclusa.

Cuando Darwin comenzó su extraordinaria aventura de cinco años a bordo de la fragata “HSM Beagle”, navegando alrededor del mundo y recogiendo en su diario miles de referencias biológicas, tenía tan sólo 22 años. Todo un ejemplo para los jóvenes de hoy. Pero aquel viaje fue el punto de partida de su magnífica reflexión sobre las especies que habitaban el planeta y el origen de una revolucionaria teoría, la de la evolución,  que pocos años después tendría enormes repercusiones sobre todos los aspectos del mundo científico. El biólogo ucraniano Theodosius Dobzhansky, uno de los fundadores, con Ernst Mayr en Zoología, George L. Stebbins en Botánica y George G. Simpson en Paleontología, de la Teoría Sintética de la Evolución, afirmó: “Hoy en día, nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”.  A la teoría de la evolución se le pueden añadir todos los matices que se quiera, ya sea la teoría neutralista de la evolución molecular propuesta por el biólogo y matemático japonés Motō Kimura (considerando el papel del azar en la evolución de las especies), ya sean las ideas neoevolucionistas de la Teoría Sintética de la Evolución, de Haldane, Wright y Fisher, que intenta compendiar las ideas básicas de Darwin, la genética de poblaciones y la teoría cromosómica de la herencia; o la  idea del “diseño inteligente”, para acallar las voces de quienes creen que la Ciencia prescinde de Dios, ahora que hay autobuses que divulgan que Dios no existe. Todas las propuestas tienen cabida y deben ser consideradas, pero la realidad es que el punto de partida es una idea que expuso Charles Robert Darwin demostrando que todas las especies de seres vivos cambian a través del tiempo y se transforman. A eso lo hemos llamado evolución y dentro de ese proceso está incluida la especie humana.
 Pero ¿la evolución ha finalizado, o debemos esperar algunos cambios más? Y si así fuera, ¿hacia dónde nos pueden llevar esos cambios? Hoy, pasado ya demasiado tiempo desde mi primera lectura de “El fenómeno humano” de P. Teilhar de Chardin, albergo serias dudas acerca de nuestro destino como especie y me resulta inquietante la hipótesis del catastrofismo homínido anunciada por los más pesimistas. La idea de que la especie humana esté condenada a extinguirse, como otras muchas especies, no tiene cabida en mi mentalidad humanista, pero es bien cierto que el Homo del siglo XXI deberá corregir algunas actitudes si quiere sobrevivir y continuar su proceso evolutivo. Por ejemplo, su relación con el medio, al que ahora puede dominar con su tecnología, debería seguir siendo una adaptación, más protectora y menos agresiva. El equilibrio de la especie deberá basarse en la igualdad de oportunidades de todos sus componentes, evitando la eliminación de los más débiles, ya que en esto es en lo único que Darwin se equivocó. La agresividad de la especie siempre ha tenido como objetivo la dominación de los más fuertes, con la única finalidad de ostentar el poder. La evolución ha dotado al Homo de un cerebro cada vez más complejo y de una potente capacidad de reflexión, pero tal vez no lo ha dotado aún de la capacidad de reflexionar sobre su destino lejano. No el inminente, sino el de los siglos y milenios futuros, tal vez porque, en el fondo, seguimos siendo lo que fuimos al principio: unos depredadores compitiendo con otros depredadores. De ahí la prepotencia de los más fuertes.
 A lo peor es que somos el eslabón perdido. Es decir, seres intermedios entre los simios y el verdadero Homo del futuro. Ese al que debería conducirnos la evolución.