Claros en la filosofía española

La crónica de los distintos panoramas intelectuales con frecuencia está marcada por la conmemoración de determinadas fechas, haciéndose cultura a golpe de aniversarios o fallecimientos, lo que convierte las alabanzas en ejercicios de memoria colectiva en forma de celebración u obituario.

Está claro que la ejemplaridad del recuerdo ha de promulgarse, aunque a veces haya figuras que se pierdan si no han tenido fortuna en el reparto de los hitos culturales. En este mismo espacio ya evocamos a Kant, y desde Murcia muchas han sido las citas que nos han congregado desde entonces, destacando entre ellas la que ofreció en septiembre la Sociedad de Filosofía de la Región de Murcia en torno a la figura de Fernando Savater. Pero, sin duda, y antes de que los bienvenidos fastos quijotescos dejen en segundo plano cualquier otra manifestación de la cultura nacional, hay que reivindicar a María Zambrano .

Juan Palomo lamentaba también en septiembre lo lejos que se habían ido a celebrar el centenario de su nacimiento cuando se inauguró la exposición En torno a María Zambrano en Ginebra, acto que parecía clausurar esta conmemoración casi inapreciable en nuestro país en un año tan señalado. No carece de razón, aunque tampoco sería justo este análisis si no fuera porque nuestra pensadora más importante se merece recuerdo mejor. Aun así, han sido varios los momentos en los que se ha reivindicado su obra y su lugar en ese ente un tanto difuso que es el “pensamiento filosófico español”, destacando libros aparecidos recientemente como María Zambrano, crítica literaria , de Goretti Ramírez, o el gran volumen compilado por J.M. Beney y J.A. González Fuentes. Asimismo, Murcia se ha sumado últimamente a los festejos con la exposición María Zambrano y Ramón Gaya y con un espléndido número de Postdata , proponiendo sugerentes rutas para acercarnos a su persona y a las preocupaciones que guiaron su trayectoria intelectual.

El pasado 4 de abril se cumplieron cien años del nacimiento de esta discípula de Ortega –del que, a propósito, han comenzado a publicarse sus Obras completas –, comprometida con la República y marcada por el exilio, en los márgenes de la academia y anunciadora de muchas de las crisis del siglo XX con una voz tremendamente personal. Y decimos esto porque fue una gran innovadora del pensamiento, tanto por su estilo –renovó la prosa del ensayo filosófico al tiempo que la hermanaba con el simbolismo poético, la confesión, la guía o el aforismo de una forma muy particular en la que desaparecía la división entre los géneros literarios– como por su temática, inmersa ya tempranamente en una continua búsqueda de interrelaciones entre diversos campos, para pensar desde las entrañas de la vida. Desvela así la crisis de la racionalidad moderna a través de un recorrido “trágico” de Occidente, tras el que, no obstante, aún es posible una esperanza, a pesar de las graves aporías que su mirada descubre.

Pero aquello por lo que principalmente ha sido celebrada es por ser la pensadora de la “razón poética”, fruto coherente tras el anuncio del fracaso de la racionalidad que había dominado una filosofía que ya no podía hablar de gran parte de la experiencia, de una realidad que no se podía reducir ya a los rígidos esquemas racionales del sujeto que somete la complejidad y diversidad de lo real a unidad. Esta razón poética representa esa fusión de poesía, filosofía y religión que en Claros del bosque (1977) logrará una esencialización de la escritura a través de un seductor tono poetizante caracterizado por el uso de la metáfora y el símbolo como principales medios del pensamiento. Pensar soñando, vivir sin la detestada vigilia de la Historia, buscar lo que aún es posible en la penumbra de la caverna, es lo que nos propone como “delirio” que engloba todo y que vive en primera persona. Nos invita, pues, a una creación ajena a la rigidez de los conceptos, cuyo pensar poético recupera la vieja conocida poíesis en toda su riqueza para ofrecer un camino que se compone de “notas de un método”, que nos permite vislumbrar una aurora que se permite pensar sin vergüenza terrenos que la razón tradicional excluía como si no pertenecieran a la vida.

Su pensamiento es, como ocurre con cada urbe y, sobre todo, con su querida Roma –tal y como confesara a César Antonio Molina–, inagotable. Pero, en suma, puede que su gran aportación sea la de introducirnos en una vía alternativa a la de las corrientes filosóficas habituales en las que el pensamiento español encuentra cabida con dificultad. Ya Unamuno reivindicaba que la filosofía española se encuentra en nuestra tradición literaria; una teoría atractiva, que no es necesariamente la única posible desde tierras hispánicas. En cualquier caso, María Zambrano nos enseñó otra forma de reflexionar sobre la vida, sintiéndola desde una gran cercanía, para legarnos un inestimable estímulo para pensar.