Apocalipsis

Hasta hace unos días yo creía –ingenuamente- que la posmodernidad era algo divertido, placentero y “lúdico”. Asociaba el término con las películas de Almodóvar, la movida madrileña, los sintetizadores y el diseño, sobre todo con el diseño, y era feliz. Eso hasta hace unos días. Un aciago anochecer de las pasadas Navidades, un amigo –que por supuesto ya ha dejado de serlo- me regaló un libro sobre el asunto que yo, agradecida, prometí leer con la debida atención. ¡Nunca lo hiciera!.

Aún me duran los espasmos de terror que me invadieron desde las primeras páginas. Leer sobre la posmodernidad me ha dejado en un estado permanente de sin-vivir. El libro lo ha escrito un franco-parlante (mejor en este caso decir un franco-escribiente) y a la par de una sintaxis complicada cuenta con un lenguaje críptico que para sí quisieran muchos; aunque lo del lenguaje críptico, posmodernamente hablando, no significa gran cosa; sin ir más lejos, por ejemplo, los juristas siempre han escrito y hablado rarísimo y no creo yo que se consideren muy posmodernos. Volviendo al libro: es difícil la verdad. A pesar de que yo, modestamente, he sido capaz de proezas tales como leer a la vez los “Ensayos de lingüística general” de Roman Jakobson y la “Crónica de Juan II” (aclararé que no por voluntarismo cultural sino por obligado programa de enseñanza universitaria) y seguir viva, tengo que reconocerme vencida, tengo que admitir que la posmodernidad ha podido conmigo. Y es que el librito se las trae. Tiene solo ciento diez y nueve páginas pero parecen quinientas, eso para empezar; luego es de esos libros que de repente en una página clave te crees que lo dominas y al volverla ¡Zas!, se acabó, vuelves a no entender nada de nada. Pero sobre todo: EL MENSAJE. No se si es legítimo hablar de mensaje en esto de la posmodernidad, el caso es que , si lo tiene, es de angustia. La cosa es muy seria y no nos estamos enterando de lo que se nos viene encima. Según este libro, y haciendo futurología, la posmodernidad no es nada y lo es todo, (¿) significa la desaparición de los límites, la proliferación de saberes falsos con apariencia de verdaderos y mucha informática, enormes cantidades de informática, informática a mogollón. Por otra parte, en el mundo psmoderno que se avecina, el poder estará fragmentado en múltiples poderes que no sabremos quien detenta; es decir, no tendremos ni idea de quien manda, aunque desde luego mandará alguien. Por ejemplo: no habrá Ministerio de Hacienda pero todo el mundo pagará religiosamente sin rechistar; ¡No sabremos quien es nuestro Jefe!, pero habrá Jefe. Sólo de pensar que cada vez que suene el despertador a las siete de la mañana no voy a poder echarle la culpa a nadie se me estremecen las carnes, me recomo por dentro. Porque está claro: si no sabemos quien manda tampoco tenemos a quien poner verde, contra quien planear venganzas, un desastre, la soledad absoluta, la absoluta indefensión. En el limbo, estamos en el limbo. Si yo llego a saber esto, en buena hora me leo el dichoso libro. Lo crean o no, aún sufro de horribles pesadillas por su causa, pesadillas que no desaparecen hasta que no me leo cinco “¡Holas!” Y cuatro “Diez Minutos”: sólo Julio Iglesias yendo al aeropuerto de “Mayami” a recoger a Chábeli consigue acabar con los desvaríos posmodernos de mi atormentada psique.